Era un poco cutre cortar con ella por WhatsApp, decirle hasta aquí hemos llegado moviendo rápidamente los dedos sobre la pantalla en vez de tomando un café como personas adultas. Estuvo un buen rato eligiendo las palabras más apropiadas. No podía acabar con aquello así como así. El hecho de que no hubiera reunido el valor necesario para soltárselo cara a cara lo obligaba a elaborar un mensaje claro que no resultara hiriente, un cierre definitivo sin pasarse de rosca. Al fin y al cabo habían sido tres meses inolvidables, un retorno a la edad del pavo gracias al cual esquivó la primera acometida de la crisis de los cuarenta. Una doble vida en lugar de una vida gris.

La cosa se le había ido de las manos. Fantasear con la profesora que lo estaba ayudando a retomar el inglés después de varios años (Lisa, veinticinco o veintiséis, tirando a jipi, pelirroja, brákets, manejo precario del español) se convirtió en tomarse un té con ella después de clase y luego en llegar hasta su apartamento a escondidas para lo que viene siendo un intercambio de favores lingüísticos.

Su mujer ni se lo olía. Un día se encontraron con la profesora de Inglés y no se notó nada. Pero nada de nada. Zara, probadores, calefacción alta, mucha gente. Presentación y besos. Una conversación trivial. «Nos vemos el jueves. See you». Su mujer (de vuelta a casa): «muy mona tu teacher». Él: «Anda ya, tiene una cara de guiri que no puede con ella». Como si tal cosa, con una sonrisa extrañamente natural, con un aplomo para el disimulo y la deslealtad que le resultaba totalmente ajeno y completamente suyo.

Era hora de ponerle fin a aquella locura. No podía correr el riesgo de perderlo todo por culpa de lo que en el fondo no era más que un calentón. Se acabó el coche en parajes recónditos. Se acabó fumarse a medias un canuto y recordar lo mal que le sentaban los canutos en la facultad. Se acabó llegar a casa y meterse en la ducha como el que se mete en un confesionario.

Aprovechó el rato de esperar a que los niños salieran de la academia. Doble fila. Al final le salió una cosa escrita a mano a la que pensaba hacer una foto. Un desvarío para hacer el trago menos impersonal. Una cosa medio cursi («Querida Lisa») y medio cortante («te pido que no intentes contactar conmigo») que estaba a punto de redondear cuando un agente de la Policía Local golpeó suavemente el cristal de la ventanilla. Se puso nervioso. Dio explicaciones confusas sobre el aparcamiento fuera de lugar. Encendió el limpiaparabrisas sin querer. Pudo quitarse de en medio evitando la multa.

Sin soltar el volante, acelerado, mandó la foto de una puñetera vez y se sintió libre, profundamente libre, como si hubiera cesado en su cabeza un persistente ruido. Después de dar una vuelta y montar a los niños en el coche recibió la contestación del mensaje enviado. Era su mujer: «Recibido».

* Profesor del IES Galileo Galilei