Cuando faltan 100 días para unos Juegos Olímpicos, lo habitual es que haya nerviosismo y críticas por retrasos en las obras, por los costes disparados y por cualquier eventualidad inesperada. El caso de Brasil no es distinto, pero es muchísimo peor, porque a las dificultades para acabar obras en las instalaciones deportivas y en infraestructuras de transporte y a la aparición del virus Zika se suma una crisis política y económica que nadie imaginó en aquel lejano octubre del 2009, cuando el Comité Olímpico Internacional eligió Río de Janeiro como sede de la cita deportiva. Entonces la crisis financiera ya había estallado en Estados Unidos y Europa, pero algunos países de América Latina --Brasil muy en especial-- aparecían como los motores económicos emergentes que, si bien no iban a salvar las economías occidentales, se ponían como ejemplo de una nueva y joven realidad frente al desgaste y decrepitud de las grandes potencias. Y así, por primera vez en la historia unos Juegos se iban a realizar en Suramérica.

Que las cosas no iban bien en Brasil ya se puso de manifiesto hace dos años con el Mundial de Fútbol. Entonces la cita con el deporte estrella, auténtica religión en el país, estuvo rodeada de masivas protestas en la calle, algunas incluso violentas. En estos dos años, y particularmente en los últimos meses, la situación ha empeorado a toda velocidad. La presidenta Dilma Rousseff está pendiente de si va a ser sometida a un juicio político, y podría darse el caso de que no presidiese la inauguración de los Juegos. El despilfarro y la corrupción han estallado en el país. No es que antes no existieran, pero ahora se ve la magnitud alcanzada por el fenómeno, que se suma a las consecuencias de la caída del precio del petróleo. El estado carioca está en bancarrota y el Comité Olímpico Brasileño se ha visto obligado a hacer recortes.