Como explicó hace años Félix de Azúa, el desarrollo de una lengua se ha comparado mil veces con el curso de un río. En sus orígenes el río corre entre peñascos hasta desarraigarlos con su empuje, cae por despeñaderos, arrastra animales y árboles. Así imaginamos los inicios de las lenguas romances al desgajarse de la mole latina. Aquella lengua marcaba huellas en la tierra y le daba forma según la resistencia que encontrara. Su curso ponía de manifiesto una verdad escondida en la entraña de la tierra que entonces aparecía gracias al zarpazo de la corriente. En su tramo medio el río cabecea balanceándose de un lado a otro, fluye sin más obstáculo que su propia inercia: gasta la ladera de un monte y luego el meandro se abre como una hoz entre las huertas.

Cuando leemos a Cervantes nos parece ir llevados por el más perfecto y elegante de los cruceros pluviales. Su voz se abre y expande ocupando todo el horizonte, animando la vida agrícola y artesanal que bulle en sus orillas. La fuerza de la corriente puede arrastrar a un buey, pero apenas se percibe: una superficie lisa, temblorosa y resplandeciente se cubre de embarcaciones y de negocio. Nosotros nos encontramos en su tramo final. Aquí ya no pasa nada ni hay vida ni negocio. El río arrastra bidones oxidados, ratas muertas, neumáticos. A veces vemos en la ribera a un pescador con su aparejo, es el "castizo", pero la población ya no acude a ver pasar la corriente. Hay demasiado tráfico en los puentes para detenerse.

Solo unos pocos se entretienen mirando lo que aparece en el río, son los lectores, y comentan las dos actividades que se dan en la desembocadura: unos tratan de limpiarlo, aunque sea tarea imposible. Aplican carísimas técnicas en la inútil promesa de ver nadar algún pez en estas aguas sin vida. Son los funcionarios de la lengua. Quedan por fin unos pocos que no tienen otra profesión y gusto que el río. Está podrido, es venenoso y mata, pero ellos no saben hacer otra cosa que meterse en él, tal como es, y bracear. No quieren maquillarlo ni subvencionarlo ni siquiera idealizarlo. Se meten en el río porque son criaturas del río. Es cierto que duran poco. Las aguas son ya mefíticas. Pero a veces su esfuerzo por nadar en ese muladar es lo más extraordinario que puede verse en el tramo final del río.

* Profesor de Literatura