Hace solo unos meses, en su mejor línea editorial, Diputación Provincial publicaba el libro ¡Un momento por favor! Centenario de un fotoperiodista (1917-2017), que cual fiel catálogo de vida recoge, a criterio de su propia familia, una selección de la obra del gran Ladislao Rodríguez Benítez, Ladis, representante conspicuo de la fotografía y el periodismo gráfico cordobés del siglo XX. La obra, que cuenta con textos de muy diversas personalidades, entre los cuales algunos compañeros de profesión, políticos, toreros, intelectuales de diferentes ramas o su propio hijo, en calidad de maestro de ceremonias, ofrece un recorrido de verdad impagable por el nacimiento de la Córdoba moderna, organizado en diversas secciones que incluyen miradas privilegiadas al urbanismo, la arquitectura, las fiestas, los toros, el deporte, las costumbres y las gentes, con especial atención a las décadas de los pasados años cincuenta y sesenta, en las que se gestó la Córdoba histórica que hoy conocemos, admiramos y también vendemos. Fueron sus promotores varios ediles de profunda formación, buenas relaciones y brillantes ideas de futuro, entre los cuales destaca por derecho propio D. Antonio Cruz Conde (1910-2003), omnipresente en el libro. Alcalde de la ciudad entre 1951 y 1962, y presidente de la Diputación entre 1962 y 1967, fue hombre visionario que, entre otros muchos logros, trazó las amplias avenidas del Conde Vallellano, Carlos III y Corregidor, regaló a la ciudad el Parque Cruz Conde, recuperó el Alcázar de los Reyes Cristianos, la Torre de la Calahorra y La Malmuerta, se sacó de la chistera la Puerta de Sevilla además de restaurar las murallas urbanas, diseñó la hermosa calle Cairuán, «descubrió» la Calleja de las Flores, liberó la plaza de la Corredera de su mercado central, «construyó» el puente de San Rafael, el parador de la Arruzafa, el antiguo hotel Meliá, el aeropuerto o la Universidad Laboral, potenció la intervención en el templo de la calle Claudio Marcelo, y no olvidó Medina Azahara, ni tampoco proyectar la ciudad en ámbito internacional. Tales lugares y espacios forman hoy, como si siempre hubieran estado ahí, parte indisoluble de nuestro discurso patrimonial, apenas enriquecido tras cinco décadas de intervenciones arqueológicas de muy diverso alcance, y millones de euros invertidos. Toda una paradoja, difícil de entender, y mucho menos de aceptar o justificar, si pensamos en el marco legal, los medios institucionales, materiales y humanos, o el nivel de conocimiento de los que hoy disponemos.

Ojo, no hablo de política. Tuve el privilegio enorme de conocer y tratar a Cruz Conde en los últimos años de su vida, de que me abriera su casa --el palacete de la calle Conde de Torres Cabrera, hoy en venta, creo, por lo que es fácil que termine, también él, como hotel de lujo o edificio de apartamentos al servicio de la burbuja turística-- para poder consultar su archivo documental en relación con la restauración del Alcázar, y debo decir que jamás entramos en esos temas. Ya por entonces octogenario avanzado, caballeroso y gentilhombre, enteco y desgarbado, mantenía a pesar de los achaques una lucidez mental sorprendente. «¿Cómo está hoy, don Antonio?», solía preguntarle cuando me recibía en su salita, bajo un soberbio Crucificado de escuela murilliana. «Ya ve usted: de cabeza, perfectamente bien; de cuerpo, perfectamente mal», me respondía. Lo recuerdo aquí hoy, en el aniversario de su muerte, porque nunca he tenido la ocasión de dar las gracias públicamente a él y a su familia; de proclamar a los cuatro vientos que en mi opinión fue la figura más importante que dio la Córdoba del siglo XX; de mostrar mi sorpresa por que esta ciudad a la que tanto amó no le haya rendido nunca el homenaje que hubiera merecido, ni haya adornado alguna de sus plazas con su estatua, o puesto su nombre, bien grande, a alguno de sus elementos urbanos más emblemáticos. Más que político fue hombre culto, comprometido y fiel a su tiempo, que supo sacar a Córdoba de la miseria y potenciar lo mejor de ella para exponerla al mundo. Los hijos solemos pecar de ingratitud con relación a los padres, pero los padres raramente regatean honores o reconocimientos a sus hijos, en particular a aquéllos que los tratan con amor, los miman y reverencian. ¿Cómo es posible por tanto que Córdoba, a la que él veneró siempre como a su propia madre, no le haya dado jamás el lugar que merece? Tal vez la historia guarde entresijos que a mí se me escapen, pero desde una perspectiva objetiva va siendo hora de enmendar la damnatio memoriae a la que su figura ha sido sometida por las últimas generaciones, y explicar a los cordobeses que su ciudad es hoy la que es porque un día contó entre sus hijos con hombres de la talla de don Antonio Cruz Conde.

* Catedrático de Arqueología de la UCO