Estos días son días de memoria y de recuerdo, de personas, de lugares, de historias concretas, personales, colectivas. En estos días no solo se recuerda lo que suele ser el objeto mismo del recuerdo, el pasado, sino que activamos fuertemente la función proyectiva de la memoria, es decir, el porvenir, lo que nos queda por hacer, los sueños que cada uno de nosotros vamos construyendo a lo largo de este devenir indomable e inevitable. O lo que nos dejan construir de nuestros sueños. Nadie puede jugar con el tiempo a no ser que lo haga en su memoria. Existen aquellos que prefieren jugar al pasado de manera permanente y existen aquellos que juegan al futuro pero nadie puede jugar al presente porque éste finaliza justo cuando te admiten en el juego en el que te concedieron ser narrador pero no protagonista. La otredad se acaba imponiendo casi siempre a la mismidad. Sin embargo, nunca vimos esto como algo negativo, excepto cuando se habla de amor del que se dice que debe llenar primero la vasija del sí-mismo. Hay verbos que flexionan sobre el propio sujeto, como ya se sabe, librando la batalla del que no quiere marcharse a predicar nada que no sea el propio yo y otros que transitan lejos del sujeto. Algunos deberían estar muy lejos del sujeto y otros verbos no deberían haber paseado jamás por el lenguaje humano, pero ahí están y además, por desgracia, a pleno rendimiento. Por eso, en estos días, recuerdo lo que María me dijo hace ya algún tiempo (del pasado y del futuro) quejándose de que no estaba en absoluto pendiente de sus cosas importantes. Que parecía que mis verbos volvían siempre sobre mí mismo en vez de transitar hacia el lugar donde ella se encontraba, renunciando así a la experiencia terrible pero extraordinariamente bella de encontrar el yo en el otro, la mismidad en la otredad, incluso en aquellas cosas que parecen importantes solo cuando comienzan y acaban en uno mismo. Es probable que a veces no sepamos ver que el uno mismo donde deben acabar las cosas importantes es el uno mismo que hay en el otro.

¿No es algo parecido a lo que tú mismo piensas cuando afirmas con implacable rotundidad que la política, al menos en el caso español y desde que se instauró la Monarquía constitucional, se ha alejado cada vez más del ciudadano? Permíteme así, querido lector, querida lectora, que pase del yo individual al yo colectivo, de la alteridad individual a la social. ¿No es esto precisamente lo que ocurre cuando asistimos, con ese asombro que te deja inerte, al enriquecimiento inmisericorde del yo de los poderes políticos y económicos que no sabe encontrarse a sí mismo en el tú del ciudadano? Por eso se dice, y con razón, que lo peor de las crisis no es no poder comprar jamón sino que el stock de la cabaña porcina aumente de manera desmedida aunque haya jueces que de vez cuando nos recuerden onomásticas de liberación. ¿No es esto lo que ocurre cuando la fractura de un sistema colectivo de valores propicia la flexión sobre el sí mismo, la fragmentación del yo colectivo, que busca en el sí mismo (sin salir del sí mismo) un respiro porque sienten que han dejado de ser atendidos en sus cosas importantes? Sin valores, porque no los tenemos, seamos claros, lo único importante es la supervivencia del yo.

El problema, que ahí les dejo apuntado, radica en que sobrevivir se convierta en el verbo por excelencia de la mismidad por encima de Ser y que éste se convierta en un verbo que viaja perdido, hacia ningún lugar, hacia ningún tiempo, formando solo parte de un cada vez más alejado recuerdo individual o colectivo sin posibilidad de proyección.

* Profesor de Filosofía