La detención de Ángel María Villar, presidente de la Real Federación Española de Fútbol, fue la noticia bomba del día, aunque en puridad no puede afirmarse que la operación ordenada por el juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz sea una sorpresa: hace tiempo que la sombra de la sospecha acecha a Villar y a su hijo Gorka, abogado experto en derecho deportivo. Y no solo en España. El dirigente formaba parte de la camarilla del expresidente de la FIFA Joseph Blatter, caído de su cargo por corrupción. Ahora, según la AN, alguien que había hecho de la federación un coto particular se ve envuelto en una trama corrupta con ramificaciones que incluyen la compra de votos en las territoriales para asegurar su permanencia en el cargo, la adjudicación de contratas a firmas vinculadas con su hijo y el desvío de dinero en amistosos de la selección. Las investigaciones judiciales deben seguir su curso, pero es más que evidente que la carrera de Villar se cierra con un final muy deshonroso, tras 29 años en el poder, y cuando ha sido reelegido para un octavo mandato. A nadie se le escapa que ostentar un cargo directivo durante casi 30 años acostumbra ir acompañado a medio o largo plazo de prácticas nada edificantes. Y más en una federación que ha tenido viento a favor para su cuenta de resultados. Resulta casi una entelequia pensar que el mundo del fútbol sea capaz de generar mecanismos de autocontrol y transparencia para evitar corruptelas, por lo que no parece descabellada una norma que limite el número de mandatos. El fútbol español precisa una regeneración que archive una época casi feudal marcada por la opacidad.