Ayer se alzó el telón de las cruces de Mayo en Córdoba, como eslabón luminoso de los actos programados para un mes que ensalza y proclama nuestra ciudad con aire de universalidad, lugar de encuentros, encrucijada de culturas, con sus puertas abiertas de par en par a los miles y miles de visitantes que buscan, no solo los monumentos, sino el encanto de sus barrios, el mensaje oculto entre piedras milenarias, que gritan siempre un mas allá de lo que podemos ver y percibir. Corría el año 325. El emperador Constantino el Grande da libertad a los cristianos para que sirvan a Cristo como les dé la gana, sin que nadie les moleste. En esta misma época corre la voz de que ha aparecido en Jerusalén la cruz de Cristo, en unas excavaciones que habia organizado la esposa del emperador, santa Elena. Entonces, se hacen grandes peregrinaciones para ver el santo madero de la cruz. Desde entonces, la cruz será exaltada, venerada y cantada con preciosos himnos litúrgicos: "¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto". Córdoba rinde su homenaje a la cruz, con la llegada del mes de mayo, y la coloca envuelta en flores rojas, de pasión y martirio; en flores blancas, símbolo de horizontes luminosos; junto a macetas con flores de todos los colores, en rincones con encanto, en plazas abiertas al soñar colectivo, como canción de paz, como brisa que acaricie la vida por todos sus costados. La cruz convertida en flor solo puede conseguirse a través de la fe y del amor. La fe que nos abre a la trascendencia, y el amor que nos conduce a la felicidad. Las noches de cruces han de ser noches de alegría, de búsquedas, de encuentros, de aspirar el aroma de unas flores que se convierten en cruces, sabiendo que ese es su gran secreto: Lograr que el dolor podamos paliarlo con amor, y las penas más hondas con la solidaridad.

* Sacerdote y periodista