Córdoba, o, mejor dicho, las autoridades que gobiernan esta sociedad, da igual el color político o la institución que sea, no están tratando al río Guadalquivir con la generosidad que tenían que volcar sobre lo que debería ser uno de los iconos de la ciudad, y que en las últimas décadas está perdiendo por goleada con la Sierra en este sentido. Vamos con el paso cambiado. Mientras que Jaén se vanagloria de potenciar la cuna del Guadalquivir en su origen (ahora discutido) en Cazorla, y Sevilla hasta ha planteado dragar el cauce ribereño para acercar al turismo de cruceros hasta la mismísima Torre del Oro, en Córdoba se ha dejado crecer en el interior del río la vegetación a su libre albedrío (más allá de la riqueza botánica de los Sotos de la Albolafia hay todo un mundo de malezas y plantas parasitas varias) y, lo que es peor, se ha permitido al amparo de la oscuridad que aquello se haya convertido en un estercolero sobre el que hasta han fondeado los carritos de la compra. Y, claro, ahora estamos pagando las consecuencias después de que hayamos perdido por un tiempo una de las pasarelas que unen las dos orillas de Córdoba. Ojalá la cada vez mayor afluencia de negocios de ocio que están proliferando en torno a la Ribera abra los ojos a quienes tienen que darse cuenta ya de que el Guadalquivir está pidiendo a voces mimos ecológicos y que, además, por su potencial, puede ser una fuente de ingresos económicos con recorrido, aún sin explotar, en la que se parte de cero.