Las primeras experiencias del anciano cronista en el tema datan del Jaén de la postguerra. En los estíos de tal época, sus padres utilizaban dicho medio de locomoción en parte de sus viajes de Córdoba a algunos de los bellos pueblos del Santo Reino antaño vinculados a la Orden de Calatrava. La impresión grabada a fuego en la memoria ultra-receptiva de la niñez se incardina con la idea de un gremio --el de los taxistas-- integrado por profesionales muy competentes y encariñados con su oficio. Habladores a requerimiento del cliente o, en el caso contrario, respetuosos con su silencio. Anécdotas y lances de subido interés antropológico e, incluso, historiográfico de una España, de una Andalucía repleta por entonces --en las antevísperas del ocaso de la civilización agraria que dejó en la Bética un patrimonio moral y humanístico de raro paralelo-- serían fáciles de evocar y citar aquí si no fuera porque su mención nos distanciaría del propósito de estas líneas. Su autor solo quiere dejar constancia a los efectos que a partir de esas fechas albergó, junto con una honda simpatía por los conductores o chóferes de vehículos o coches públicos, como entonces se decía, el firme pensamiento de que su trato y conversación constituían, por lo común, un rico e inapreciable manantial de humanidad y enseñanzas de contrastada sabiduría popular, probablemente, por su humus plurisecular, la más enjundiosa.

De ahí, su sorpresa cuando, tiempo adelante, en la España ya afortunadamente del desarrollo económico-social, comprobó «la mala prensa» que en ciertos estratos de la población tenía una profesión tan querida. Acostumbrado por su trabajo vocacional y cuotidiano a medir las diferencias entre la paja y el trigo, entre opinión pública y publicitada, entre realidad y propaganda, entre verdad y postverdad, anduvo siempre lejos de sumar su voz a las del coro mencionado, sin por ello invalidar y aún menos deslegitimar a estas. Mas, preocupado por la cuestión, no ha dejado de planteársela a algunos de los conductores o taxistas, recibiendo respuestas de toda índole, en las que en muchas ocasiones se introducía --y anchamente-- la política, que todo o casi todo lo pervierte o deturpa, al margen, ¡hèlas!, de sus lábiles límites y fronteras.

Pero ha sido en este madrugador y urente verano sureño en el que, a prima hora de un día que se postulaba a las más altas cotas del gradiente meridional, el curioso cronista ha obtenido la réplica quizá más simpática y aguda de labios de un taxista de probada mentalidad senequista. Al admitir la extensión y generalidad de la adversa opinión suscitada por su gremio en buena parte del público, se alzó, empero, contra su exactitud, añadiendo en tono menor y sin ninguna ínfula: «Criticar a los taxistas equivale a criticar a la sociedad española, pues nosotros solo somos el reflejo y la expresión de la colectividad».

Respuesta digna, por supuesto, de respeto y, muy especialmente, de análisis y consideración detenida. Sin pretender ni por un instante tutelar la ajena, la del articulista es asentiva por razones que, con anuencia del lector, desgranará en próximas entregas del, orteguianamente, «vago estío»...

* Catedrático