Cuando recibimos la noticia de la muerte de Pablo García Baena, la primera sensación es la de que el tiempo se detiene, la de que el aire, por un segundo, se ha congelado; no quiere, en ese momento, continuar con su función de vida. Porque Pablo García Baena, además de ser el único componente que quedaba del grupo Cántico, era, en sí mismo, un canto a lo humano, un canto a la cordialidad, un canto a la verdadera y auténtica poesía, aquella en que la palabra se siente a ras de suelo y, al mismo tiempo, alza el vuelo hacia otros horizontes. Con el sucederse de los años, quienes lo conocíamos teníamos la completa certeza de que había pasado a formar parte gozosa del paisaje de esta ciudad, de que esta ciudad se reconocía en su pequeña figura, en su caminar atento y ensimismado por sus calles, esas calles que tanto amó y a las que dedicó tantos versos («era ya solo amor el escenario,/ la letanía armoniosa de los nombres:/ Muro de la Misericordia, Alcázar Viejo,/ Plaza de los Aguayos, Piedra Escrita,/ Tesoro, Hoguera, Cidros, Mucho Trigo». De su poema Córdoba). Esa «letanía armoniosa» acaba de quebrarse. Y, sin embargo, no ha desaparecido: se ha transformado: ahora (paradójicamente, en ausencia) tiene un nuevo elemento, ya imperecedero, que se le ha añadido, como una calle --esencia urbana-- más: Pablo es Córdoba. Y Córdoba es Pablo. Todo lo que es el discurrir de una existencia, ese movimiento en el que nos vemos inmersos, se ha incrustado indeleblemente, en su ya quietud, en el cuerpo y en el espíritu de esta ciudad.

El adolescente Pablo, «Bajo la dulce lámpara», que se buscaba a sí mismo, que quería contemplarse a sí mismo, desde dentro y desde fuera, desde la realidad y desde la ensoñación, se ha hecho ya (su palabra lo ha logrado) llama impalpable, plena de esplendor, rebosante de eternidad, en el recuerdo que nos deja, en los poemas que escribió; porque en ellos un poeta como Pablo se busca e intenta reconocerse, pero también logra que nosotros podamos buscarnos y reconocernos, porque él nunca olvidó que la vida no es solamente cuestión de uno mismo, sino que nunca estará completa si no atiende, si no incluye, a los que están alrededor. Y, con su humanidad, y con su poesía, lo consiguió.

Todos los premios y distinciones que recibió fueron, sin resquicio de duda, merecidos y necesarios (es más: se quedaron cortos). Todos implicaron, a lo largo de una dilatada vida, el reconocimiento de que su palabra poética había llegado a alcanzar ese grado de excelencia que hace que lo humano tenga sentido y justificación. Y que ese Rumor oculto (título de un poema y de su primer libro, de 1946), ese deseo de totalidad al que todos debemos aspirar, se ha cumplido con creces.

La herida es profunda, dolorosa, pero estamos seguros de que su canto es --y, como él deseaba, seguirá siendo-- todo.

* Profesor jubilado del IES Maimónides