La calle se levanta con su vuelo de pasos entrando en el Congreso, sacudiéndose el polvo de las suelas que pisan nuestro barro arrastrado. En los últimos años, cuando uno veía -y, sobre todo, escuchaba- algunas sesiones, el anquilosamiento macarrónico de los temas y el cinismo de la representación nos ofrecían un único mensaje: que el debate político no estaba ni en la realidad ni en el deseo de la gente. La gente, sí, es una expresión con su peligro sinuoso de trivialización, con ese trazo grueso y maniqueo mirando a los de arriba y los de abajo, con su lenta paciencia, en el expolio turbio de las horas y de las ocasiones perdidas. Eso es, precisamente, lo que me lleva pareciendo la teatralización del Congreso de los Diputados por parte de Unidos Podemos: un expolio de horas, de ocasiones perdidas. Quizá no sea tan turbia ni la intención de las medidas ni tampoco su origen, pero el brillo y la presencia que tiene la pancarta a pie de calle se vuelve patetismo en los escaños. Lo dijo la presidenta, Ana Pastor, y es verdad: que la imagen no imponga su fuerza a la palabra -no lo dijo exactamente así, pero es igual- porque nuestro templo es la retórica, con su acción de argumentos. Es como cuando Kichi González, ya alcalde de Cádiz, se presentó en las puertas de un desahucio, con su aire denodado de indignación pasiva: esta gente -de nuevo, la gente- no te ha votado para esto, sino para que estés en el sillón tomando decisiones o intentando un acuerdo social. Independientemente de que las posibilidades de un alcalde sean limitadas en materia de desahucios -igual que en tantas otras-, la pancarta fue el medio para llegar a una nueva estación, esto es: un puesto de representación. A partir de ahí, tu compromiso se ha multiplicado, y otros deben ser tus instrumentos. No por una estreñida concepción de las apariencias del mando, sino por el deseo verdadero y noble de arreglar aquello que se denunciaba en el paso anterior, que es la pancarta. Lo que no tiene sentido es que, superada la calle con su rizo de lluvia, con su espesor de fango en las retinas de las gentes sacadas a su nueva intemperie, con su abuso de ley, el tipo que antes estaba en la pancarta y ahora es un alcalde -o por analogía, un diputado-, siga en la pancarta, a pie de acera, siga todavía en la denuncia efectista y airada, combativa, pero no en la acción.

Comprendo que los propios mecanismos del Congreso pueden volver difíciles los intentos de hablar de las cosas que nos interesan verdaderamente, o incluso de las cosas que los diputados de Unidos Podemos entienden que nos interesan: entre ellas, los derechos humanos. Es cierto lo que ha dicho Pablo Iglesias, que los derechos humanos están por encima de la normativa del Congreso, pero únicamente en un sentido jurídico de jerarquía natural; porque si se van a defender en el Congreso, precisamente, la observancia de su normativa puede ser la mejor estrategia de consumación. Sin embargo, si lo que se va buscando es únicamente la fotografía, abrir el telediario con la imagen de los diputados levantando el pequeño cartelito, dejándolo en el escaño de Rajoy -como si le importara algo, a Rajoy, ni el papelito ni lo que se le pueda decir en el Congreso-, entonces estamos, otra vez, no en el teatro de los sueños, ni en la conquista de ningún cielo estrellado de metáforas sociales, sino en la burda promoción.

Estoy seguro de que había gente que levantó su cartelito creyendo en lo que hacía, en el sentido y el fondo del mensaje: pero el Congreso no es lugar ni para cartelitos, ni para paseos por las escaleras, ni para abrazos ni muerdos, ni, en general, para estas coreografías con mensaje que lo que hacen, en realidad, es sacar el mensaje del Congreso. Pero ojo: tampoco es el Congreso un lugar para jugar al Candy Crush -y seguimos teniendo Celia Villalobos para rato, uno de esos misterios de la vida parlamentaria española, que no ha destacado, precisamente, por premiar con su cansina continuidad institucional la brillantez de algunos de sus diputados-, ni para el aplauso en pie de la tropa de medianías, cuando el líder más mediano suelta su empanada matinal.

Más allá de la corrupción, más allá del desgaste y las grietas abiertas en la oposición, más allá del baile airado de las máscaras sangrantes en lo que llevamos de escenificación sin actores ni Gobierno reales, esta gente había venido, o de eso presumían, para hacer política, para hablar y entenderse. Menos discursos de selfies, por favor, y un poco de sustancia.

* Escritor