En la que sería su última entrevista, García Lorca declaró a Luis Begaría, en junio del 36, que hay momentos en la vida en que el poeta «debe dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas». Fue una llamada a los intelectuales -y a él mismo, que sería asesinado dos meses después- a comprometerse con su pueblo, que no siempre estuvieron dispuestos a jugársela, y en concreto, en el largo y proceloso viaje hacía el independentismo catalán. Los intelectuales han tardado en salir al quite, pero al final hubo un manifiesto en contra del referéndum y hubo vapuleo general para las individualidades que se señalaron: quemaron los libros de Juan Marsé, insultaron a Isabel Coixet cuando salía de su casa y pusieron de vuelta y media al gran Joan Manuel Serrat. Pero he aquí que todo un Premio Nobel, un ciudadano ejemplar de Barcelona, ciudad en la que vivió muchos años y donde nació su hija, un peruano nacionalizado español por decisión propia, Mario Vargas Llosa, un escritor que deja a un lado las azucenas, el glamur y la tranquilidad de un fin de semana otoñal para encabezar la manifestación de hoy bajo el lema de Recuperemos la sensatez. Su valiente y oportuna decisión, además de ser un respaldo importantísimo para todos los catalanes a los que tenían arrinconados los radicales de allí, es un ejemplo del intelectual comprometido con su pueblo del que hablaba Lorca. También lo hizo Antonio Gala, cuando la movilización del No a la OTAN que lideró hasta la derrota final aquel marzo de 1986, o cuando se puso al frente de la marcha de los jornaleros andaluces hacía Madrid pidiendo trabajo. Es la compañía que necesitamos, merecemos y esperamos de aquellos que leemos y admiramos, de los que tienen la posibilidad de ampliar la voz de los que no la tienen. Eso es lo que se espera de las élites del pensamiento, que no deben tener partido para ser individualidades libres, pero sí el compromiso con aquello en lo que creen. Por eso Spinoza, en su soledad solidaria y sabia, le dio calabazas al príncipe Federico de Prusia cuando quiso llevárselo a la corte, porque el filosofo estaba dispuesto a morir por la verdad, y así se lo dijo. La verdad a la que están obligados los intelectuales, aunque sean castigados por decirla, como señalaba Bertolt Brech. Porque la verdad solo perjudica a quien la dice, pero hay que decirla, y es lo que han hecho Serrat, Marsé, Coixet y ahora don Mario; y hemos de esperar que sean muchos más los que la defiendan este domingo y los próximos días ante el independentismo a las bravas. Harto del problema catalán me había declarado objetor de atención a tal cuestión, pero el compromiso del autor de La ciudad y los perros me ha devuelto la esperanza.

* Periodista