El nuevo comercio había triunfado en un barrio clásico de Córdoba. Y lo hizo, paradójicamente, a contracorriente, en aquel tiempo en el que la compra diaria, por moda, se resumió en un solo día, el fin de semana, se montó en coche y se largó a las afueras, a los centros comerciales, donde había aparcamientos para aquellas aglomeraciones de carrito hasta los topes de antes de la crisis. Ese estilo de comercio dentro del barrio, que se instaló y fue ampliando espacios en los mismos locales donde la historia de los supermercados había echado raíces tiempos atrás, triunfó tanto que las dos mil y pico personas que acudían casi a diario a hacer la compra de cercanía venían de Vallellano, Vistalegre, Vía Parque, República Argentina, avenida del Aeropuerto arriba y buena parte de Ciudad Jardín de Poniente, por donde calles y avenidas lucen nombres de toreros. No había aparcamientos porque la madre de mi amigo Rafa ya no conducía y porque a los sitios entrañables del barrio --el bar de la esquina, la iglesia, el colegio o el quiosco de prensa-- se va andando, la mejor medida de las distancias desde una perspectiva humana. Sin pensarlo, o quizá sí, sus dueños habían dado con la tecla y siendo, como son, una marca de ámbito nacional han conseguido eso por lo que siempre han abogado los políticos en campaña electoral: el comercio de cercanía, donde se conoce al cliente y a la cajera se le llama por su nombre. El supermercado en cuestión forma ya parte de la idiosincrasia de Ciudad Jardín porque guarda en su interior historias tan cotidianas como la venta, jueves o viernes, a los jóvenes de los arreos del botellón; como la recogida masiva de productos para el Banco de Alimentos u otras causas justas; como historias de amores maduros, primeros empleos y un aceptable acceso, para cualquier economía, de una digna cesta de la compra; y en sus puertas, como si de un recinto ferial al aire libre se tratara, se han vendido cupones de la ONCE, ajos frescos de Montalbán, Procono ha extendido su red digital, las madres de los colegiales, mientras los esperan, completan la compra y el lumpen rumano se ha hecho un hueco para llegar al atardecer al campamento con el día casi resuelto.

Pero este supermercado parece que le ha puesto fecha de caducidad a sus raíces en la calle Previsión porque quiere trasladarse a un barrio nuevo, de espacios más amplios y aparcamientos abundantes, como para aquellas aglomeraciones de antes de la crisis. En el bar de la esquina están recogiendo firmas para que no lo desmantelen porque, además de amparar a los negocios de la zona, creen que no se puede desperdiciar este hallazgo entrañable del capitalismo: el del comercio cercano.