De entrada diré que, desde mi niñez remota, disfruté saboreando los frutos de la tierra (moras, granadas, membrillos, peras, rábanos...) y, sobre todo, los platos luminosos --en la buena comida siempre hay mucha luz-- elaborados con lírica paciencia hace ya casi medio siglo por mi madre, quien a veces cantaba, mientras andaba en la cocina, inundando el ambiente de una cálida alegría que acababa posándose, a la hora del almuerzo o durante la cena, entre los comensales que dábamos cuenta de las viandas con premura; sobre todo yo, que era un niño comilón y más de una vez solía repetir. Fue ahí, en la niñez, donde se inició mi amor por la gastronomía de nuestra tierra. De modo que, cada vez que viajo a un sitio de este ancho país que ahora quiere ser moderno y rotula los bares con anglicismos vergonzantes --como si no hubiese nombres en castellano--, cuando los jugos gástricos despiertan, suelo deambular buscando un restaurante o un bar asequible donde se elaboren platos nada sofisticados ni elegantes, sino más bien de un perfil sencillo y sobrio. La comida mejor casi nunca es la más cara: he estado almorzando en locales de prestigio, o de rango exquisito, donde tras haber pagado una factura alta, estratosférica, he salido a la calle con las tripas gorjeando, como si no hubiese acabado aún de comer. Por fortuna esto nunca me ha ocurrido en Córdoba. En pocos lugares se come igual que aquí.

En nuestra ciudad hay bares y restaurantes donde uno disfruta degustando exquisiteces de orden culinario, platos ricos y enjundiosos que, al probarlos, se siente en el estómago al instante el feliz cosquilleo de una brisa sustanciosa, como una brazada de luz que ensancha el tiempo y comprime el azul del cielo sobre el paladar. Donde come un poeta --sobre todo si es de pueblo-- no suelen hacerlo un alto ejecutivo, un gran empresario o un banquero de postín. Por eso aquí en Córdoba suelo visitar lugares como, por ejemplo, el Rincón de las Beatillas, un restaurante de aliento literario, donde además de comer buen salmorejo o rabo de toro, uno puede departir un momento de charla sencilla con amigos que labran la luz del instante con cinceles de campechanía, como, por ejemplo, Antonio, Nico, o el pintor Pepe Amate, un tipo extraordinario que sabe coserle el viento a los minutos y los hace más ágiles, fluidos y luminosos, o los inmoviliza cuando reflexiona atándolos al árbol de la melancolía, emocionando a quien está con él. No lejos de ahí, del Rincón de las Beatillas, se encuentra el Gamboa, un bar genuino, acogedor, que, al llegar el invierno, se hace libertario y congrega a un grupo de amigos, Los moriscos (Dani, Curro, Rica, Urbano...) a los que la dueña del bar, la afable Chelo, deleita con platos enjundiosos de la casa, como, por ejemplo, unos callos elaborados de un modo poético, utilizando unos ingredientes que conceden al plato una textura muy esponjosa y un sabor fascinante, casi caleidoscópico, que ensancha el paisaje de las papilas gustativas de todo aquel que prueba este manjar. Y, ateniéndonos a nuestra ruta gastronómica, del Gamboa podemos ir a Taberna Salinas, un local donde se une el sabor tradicional de la mejor cocina cordobesa al ambiente sublime de un selecto restaurante donde todo se muestra en armónico equilibrio: la rica, variada y sutil gastronomía con la afabilidad de los camareros, entre los mejores de toda la ciudad. He ido a Salinas a comer más de una vez con amigos y amigas de sitios muy dispares que querían degustar la cocina cordobesa y puedo decir que salieron del local absolutamente felices, entusiasmados, tras haber comprobado el magnífico equilibrio que ofrece este espacio entre el trato recibido, la calidad, y el precio muy asequible de los platos sabrosos que la carta nos depara.

La gastronomía va unida a la nostalgia. Cuando era pequeño y venía desde mi pueblo a esta ciudad en el coche de mi padre (un grisáceo Seiscientos de aire quejumbroso) más de una vez parábamos a comer en un bar que había al fondo de una curva, a la derecha de la carretera bajando del Muriano. Se llamaba El Frenazo y en él pude degustar, al pie de mi padre, un plato de carne con tomate que aún sigue fulgiendo en mi paladar recóndito. Lo curioso es que ahora, después de tantos años, he vuelto a encontrar de nuevo ese sabor tan sutil y genuino en la carne con tomate que sirven en el bar Casa Pepe, el del Cortijo, en Ciudad Jardín, al pie de donde vivo. Juro que lo degusto con frecuencia y cada vez que lo hago siento en mí un prustiano temblor, la delectación del niño que vuelve a encontrar una esquirla azul del tiempo hundida en su paladar, donde residen los sabores sencillos, gratos, elementales que, al hallarlos de nuevo, parecen reconstruir un territorio añil que hoy sólo es niebla, un eco de días que nunca volverán, aunque aún siguen impresos en el corazón.

* Escritor