La Habana ha sido el escenario (altamente simbólico) en el que representantes del Gobierno colombiano y de la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) han pactado un acuerdo de paz con el que poner fin a un conflicto armado que desde los años 60 del siglo XX ha causado más de 200.000 muertos, 88.000 desapariciones forzadas, siete millones de desplazados y decenas de miles de secuestrados y mutilados por minas antipersonales. Es un conflicto que ha desgarrado Colombia y que la ha llevado a vivir en un atroz ciclo de violencia en el que se mezclaban las acciones de la guerrilla, de las fuerzas de seguridad, de los paramilitares y el narcotráfico.

Cabe, pues, aplaudir sin reservas la finalización de un proceso de negociación política que se inició tímidamente en el 2012 capitaneado por el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, que no dudó en romper con la guerra contrainsurgente iniciada por su antecesor y antiguo aliado político, Álvaro Uribe. El coraje político de Santos es una de las causas de que hoy los colombianos estén más cerca de la paz.

Porque aún no puede decirse que la desaparición de las FARC sea un hecho. El acuerdo de La Habana debe pasar por un proceso simbólico (Santos y el líder guerrillero, Rodrigo Londoño Echeverri, Timochenko, lo rubricarán en una ceremonia solemne previa al plebiscito que deberá sancionarlo, a la que invitará a dignatarios y figuras internacionales para dar fuerza a la consulta que se hará a los ciudadanos), por otro logístico de suma importancia (desarme y agrupación de los guerrilleros) y finalmente por una prueba de fuego: un referéndum. El presidente Santos quiere convocarlo en otoño, antes de que entre en vigor una reforma fiscal que subirá los impuestos antes de final de año. Si la población colombiana vota sí a este difícil pacto, el acuerdo entrará en vigor; si vota no --como indican algunas encuestas-- Colombia regresará a aguas ignotas y muy peligrosas.

El no lo defiende Uribe, muy popular en amplias capas de la sociedad colombiana. El uribismo une a su tradicional rechazo a cualquier diálogo político con las FARC dos aspectos del acuerdo que levantan ampollas entre muchos colombianos: la reconversión de los líderes de la FARC en políticos --la FARC se convertiría en un partido-- y las escasas, en algunos caso inexistentes, penas de prisión para los guerrilleros, a los que en algunos casos se les aplicará algo muy parecido a una amnistía. Desde las filas de los partidarios del sí, se esgrime el valor supremo de la paz, y se argumenta que el acuerdo va mucho más allá de las FARC, ya que contempla una ambiciosa reforma rural y otra política, un plan contra el narcotráfico y reparación para las víctimas. La paz requiere negociación política y coraje, y Colombia está dando una lección de ello.