Un pueblo es casi más devoto a sus leyendas que a sus hechos. La espada clavada en la roca se incrusta en los albores de la historia de Inglaterra, y los caballeros del Rey Arturo y su búsqueda del Grial gozan de una sostenida y consensuada credibilidad. A nivel doméstico, nosotros también disponemos de un buen repertorio de episodios a caballo entre lo real y lo imaginario, descollando aquel que se asocia con los festejos de la Velá. Todo cordobés guarda en su imaginario un tiempo terrible en el que un cocodrilo devoraba a quienes merodeaban por la ribera. El héroe de aquel miedo elaborado no fue un San Jorge o un semidiós de la mitología griega, sino un cojo que engatusó a la bestia acercándole un pan abogado -me encanta esta puntualización harinera-, clavándole la muleta en la mandíbula. Para atestiguar aquella hazaña, en la Fuensanta se exponen el caimán disecado -y obviamente encogido por el paso de los años-, así como el exvoto del tullido. Qué importa que esa cotizada pieza de taxidermista nunca merodease por el molino de Martos, sino que viniese de las Américas ya hecha fiambre, para convertirse en el coco bueno de los cordobesitos, así como inspiración de los hinchas blanquiverdes.

Harvey me ha hecho acordarme de nuestro caimán. Si el huracán no ha dejado suficientes desgracias en Houston, espeluzna imaginar que quienes tratan de salvarse en las avenidas inundadas, se encuentren, junto a un semáforo sumergido, uno de esos reptiles desnortados que, en su aturdimiento, tampoco desprecian la carne humana. Que hombres y saurios consensuen ponerse a salvo tiene una querencia bíblica. De hecho, si nos fijamos, todo el capítulo de Noé y su Arca es el testimonio más ecologista del Antiguo Testamento, un Rainbow Warrior que se coló en una de las extinciones que ha conocido la Tierra.

Llegan tiempos de poner a prueba nuevamente este Planeta. Hacía mucho en la que no se separaban tanto la literalidad física de dos cabezones, y la imprescindible pero imposible asociación con dos buenas cabezas. Uno, un hitlercito con cuello de Mao, cara ancha de niño de papilla antigua, y unos impulsos locos, locos de pulsar misiles. El otro, un fanfarrón que coquetea con los supremacistas; que se mofó de los Acuerdos de París y se toma como un chascarrillo el Cambio Climático. La Naturaleza no vota demócrata, pero puñetera casualidad que dos de los huracanes más desastrosos en suelo norteamericano -el Katrina y el susodicho- hayan ocurrido bajo una presidencia republicana. Quizá sea un ejercicio de soberbia pensar que la meteorología se rija por la edad de los hombres; pero peor sería la antológica estupidez de no reconocer la influencia antrópica en la climatología.

Habrá desastres, migraciones, superpoblación y profecías agoreras. Pero también ejemplos de que una buena praxis y un consenso internacional pueden ser muy beneficiosos. El mejor exponente ha sido la reducción de la capa de ozono con la fulminante prohibición de los cloro-fluoro-carbonos que se produjo años atrás.

Los humanos somos propensos a jugar con fuego, a enmarañar peligrosamente el conflicto con el desastre. Aún estamos a tiempo de acordonar al caimán de la Fuensanta en el edificante reino de las narraciones. Y que otros cocodrilos -al menos los que atestiguan sus escamas- no campeen por los semáforosH

* Abogado