Ignoro si el título será acertado y supongo que menos lo podrá saber usted, mi tolerante lector. Para mí, que tampoco conozco de estos seres seudohumanos, zombis son simples apariencias, siempre ficticias, de androides con torpes movimientos, apariencia post belicista, por sus múltiples signos externos y, por lo general, con bastante mala leche. Pero le advierto que no llega a tanto la especie con que encabezo este escrito. En lo esencial coincide, pues para mí esencial en la persona, y el zombi, que yo sepa, no cabe en otra clasificación animal, es ser humano anómalo. Tiene piernas, brazos, cabeza... y se suponen correspondientes, pero, por sus gestos, movimientos y actitudes, rompe con la generalidad de nuestro colectivo. Alguna descomposición interna le hace actuar como los representan, siempre en películas, claro, porque no permita quien tenga potestad que, cualquier día, lo encontremos en la frutería, la cola para pagar en el supermercado o en el ascensor de nuestra propia casa.

En el club, mis zombis, que yo al menos percibo, no tienen una apariencia peculiar, no tiemblan mientras andan, como beodos enfermos en su punto, ni producen sonidos guturales como si les costara tragar callos o vomitar lo antiguo. Estos zombis son correctos o normales en actitudes y apariencias y, dentro de sus edades, evidencian que se cuidan: van al gimnasio con regularidad y caminan, si acaso, más altivos que la gente que no se mueve, En una palabra o pocas más: es gente sana y con medios, voluntad y tiempo, para ejercitar la máquina, antes de que se anquilose. El resorte, el mal o la oxidación que me hace disponer su clase en ese anaquel de zombis, es un mal invisible, algo interno que no les deja ver al prójimo, como si no estuviesen en su presencia y lo ignorasen, aunque el prójimo los mire y centre por unos instantes su atención en su persona para desearle los buenos días o las buenas horas posteriores con su hasta luego o adiós. El zombi que yo suelo encontrar es silencioso y tranquilo, mientras cuelga su ropa en la taquilla del vestuario; mientras dispone la única prenda que cubrirá sus partes nobles, de las que está satisfecho (no sé si con razón); que te mira, si acaso, para no tropezar, pero que, ni antes ni después, responde a tu saludo.

Me viene a la memoria mi tiempo de estudiante en Lérida, hace una eternidad. «¡Bon día tinguis!». Irrumpía mi amigo José Masip cuando entrábamos en el gimnasio «Sícoris», en aquella ciudad entrañable. Un eco de voces oíamos al instante. Puede que entonces también hubiese zombis: seres independientes con aspecto humano, sin internet, ni siquiera, televisión, en muchos casos. Hombres y mujeres que tenían que acudir a baños públicos para su aseo y vivían en edificios sin ascensor. Personas que se contaban cosas mientras esperaban su vez y, siempre, siempre... se saludaban. Buenos días, adiós, hasta luego. A lo mejor, ya sentían el miedo a ser considerados zombis, si se había inventado el ser y el término o, a escasos años de aquella guerra, tenían muy poco que perder. ¡Salgamos del bunker, probables zombis, que esto es un instante, que no perdemos nada, y deseemos el bien a cualquiera! En muchas ocasiones, puede salvarnos. ¡Ah! ¡Y hasta otro día!

* Profesor