Ha muerto un hombre de doscientas pulsaciones por minuto y la memoria a cuestas. La memoria es el fajo de la edad en la escritura táctil en su vieja Olivetti, todo un billetero de segundos sombríos, de la luz sideral en la gota de lluvia, en el cofre de alquimia. Gabriel García Márquez se miró a sí mismo una tarde caliza, decidió abandonar el bosque insomne de los periodistas para intentar vivir en su espesura, y logró perdurar. Ya se lo dijo Gertrude Stein a un jovencísimo Ernest Hemingway: "Para escribir una novela, primero tienes que abandonar el periodismo, donde sólo hay palabras. Y la literatura no se trata de eso". No se trataba de eso, y aunque el periodismo fue, para García Márquez, "el oficio más bonito del mundo" -porque, probablemente, lo es; o uno de los más hermosos-, tuvo que dejarlo en el tintero de la noticia en blanco para enfrentarse así con su propia medida de escritor, con aquello que un hombre, en su ambición de fábula, es capaz de ofrecer desde su verdad más íntima. Así, durante dieciocho meses, se encerró en su casa precaria, de periodista en paro, para escribir Cien años de soledad : sin recibir a nadie, sin escuchar a nadie, salvo a su propia voz de narrador al pie de su misterio. Durante ese año y medio, su familia vivió en la extrema pobreza y él estuvo casi sin comer. Adelgazó, sí: pero escribió, porque ahí estaba el pulso y la existencia, el látigo y la furia de escribir y vivir, su fulgor en el tiempo. Y acabó Cien años de soledad , con un final feliz que fue el principio de la posteridad.

La obra fue excelente, pero pudo no serlo. Hay novelistas de fines de semana y también poetas de verano. Todo el mundo guarda una novela dentro, o quizá cree guardarla. Pero no todo el mundo está dispuesto a asumir la entrega y el desgaste que la literatura trae consigo. La diferencia entre un auténtico escritor y los aficionados entusiastas de rigores difusos es el nivel de sacrificio en la sangre, su textura en la piel. La mayoría de los escritores no viven en Macondo ni en ningún otro espacio parecido, y andan, en el mejor de los casos, a cabezazos con la realidad. Pero sólo quien ha vivido la auténtica renuncia que conlleva escribir, como sacerdocio huracanado, como una imantación con una transparencia de las ensoñaciones, puede celebrar con un buen brindis que este escritor colombiano, que sigue siendo apenas un muchacho con algunas reseñas tras la publicación de La hojarasca , haya sabido salirse de esa pleitesía de la vida pautada, sus azares y avisos, sus cargas añadidas, para ser escritor por encima del tiempo, para empezar a escribir su novela de eternas soledades en su nicho escondido.

Llegamos al momento de las grandilocuencias, pero es cierto que ha muerto un escritor tan grande como Cervantes: por la estructura ósea y muscular de su estilo, pero también por la pugna del hombre como ancestro natural de sí mismo, con su herencia en las sienes de enramados raíles. Uno puede ser de Cien años de soledad o de El coronel no tiene quien le escriba --probablemente, mucho más perfecta en esa brevedad que la atempera con Crónica de una muerte anunciada --; pero si ha habido un escritor cervantino, con su creación de mundos superpuestos, en la frondosidad de décadas umbrías sacudiendo el mutismo, ha sido García Márquez. El individuo se encuentra con su pasado expuesto, frente a frente, y con su libertad, que se muestra más densa en paisajes plomizos, de pureza encendida, al contemplar su dibujo más sincero y frágil.

La soledad se espesa sobre los teclados. El escritor es un hombre que siempre acechará, antes que la vivencia común, una larga soledad de cien años. En esa relación con sonidos callados puede articularse un primer atisbo de escritura: por eso García Márquez comprendió la vivencia de un hombre abandonado por su propio destino en Relato de un náufrago , un Robinson Crusoe de la supervivencia sin ningún archipiélago debajo de sus pies, sin Viernes y sin playa, al atisbo de un mar indeciso y cambiante en la maleza turbia y mercurial del fondo, en ese desvarío metálico del agua. Ha muerto un hombre que se atrevió a encerrarse con el recuerdo intacto de sí mismo, que se enfrentó al silencio del vacío, para hacernos vivir en su selva amarilla.

* Escritor