Ante esa joven cabeza laureada/ contemplarán tu cuerpo inerte/ y descubrirán entre los rizos de tu pelo/ una guirnalda aún sin marchitar». ¿Les suena? No es el poema de Alfred Housman a un joven atleta moribundo. Es la voz doblada de Meryl Streep cuando tenía una granja en África. Nunca fue el cabello tan buen hilo conductor entre Eros y Tánatos: el agua enjabonada que cae al suelo del campamento como espuma de Urano; la tierra machacada sobre el pelo recogido, mies de la misma paletada que sepultará a Denys. Esa se dice que es la gloria de los que mueren jóvenes, bonitos cadáveres apalabrados para la eternidad.

Uno de los escogidos para una apolínea posteridad acaba de cumplir 100 años y un día. No es bueno mentar los tremendos dolores de espalda de aquel católico de ascendencia irlandesa que hizo cumbre en la Casa Blanca. John F. Kennedy prometió que un hombre pondría un pie en la luna, y el patriarca del clan (un Maquiavelo con gafas de contable) se juramentó que uno de sus hijos sería el hombre más poderoso del planeta. El elegido era Joseph, el primogénito, pero en el bombardeo de su avión de combate se coló el albur de la II Guerra Mundial. Los dolores de espalda incordian el apogeo de Camelot, acaso menos que los deslices de un mujeriego que bisagró una época fascinante. En la tumba de Kennedy siempre brillarán las palmatorias de las conspiraciones: Cuba como el gatillazo de la guerra fría, y Berlín como símbolo de una bravucona bondad; el oso ruso poniendo nuevamente en bandeja, tras la inmolación de las playas de Normandía, el arrojo y la generosidad americana.

El sepia siempre se pastelea con aquellos tomavistas de la Casa Blanca. Con esta Administración norteamericana, juega la nostalgia y gana. Bergoglio podía guardar las reminiscencias del Papa Bueno: Jackie Kennedy sí llevaba mantilla en su audiencia con Juan XXIII, y no esa especie de trooper de la Legión 501 de Stars War que emulaban las mujeres de Trump. El ego de la viuda de Dallas era superlativo, pero su frivolidad se excusó por la plasticidad de una vida nada varada: Se tonadilló en el mismo Palacio sevillano en el que Antonio Machado bebió los ripios de su infancia. Y se desposó con la insolencia de bañarse desnuda en Skorpios, en lugar de almibarar, después de Lincoln, el legado del mártir de América.

Kennedy hizo criogenizar una época, y hasta las chapas de los soldados que combatieron al Vietcong huelen aún a fresco. El mito se hace hueco en los codazos del contraste, más aún cuando el homónimo de su centenario despliega una burda arrogancia, sazonada por la cutrez de su ensimismamiento. JFK no llegó a desatar la inquietante armonía de los cincuenta, pero sus pecados, incluida la profecía de Palomares, se expían por prender la pira de un tiempo ilusionante. Y hasta la guerra fría, con el estraperlo de vodka y Marlboro, se antojaba más libre que estas guerras del medievo.

Kennedy no alcanzó la brillantez de Roosevelt, el Campeador de Yalta que hizo definitivamente el XX como el siglo de los americanos. Pero este nuevo señor de Camelot se llevó a la sien la guirnalda del atleta moribundo.

* Abogado