Las palabras definen, encuadran el sentido de un retrato propio, cincelan el mentón interior de una ética. Las palabras, como todo, no son nunca inocentes, no son un espacio de la vida que pueda aislarse de su pensamiento, de la esencia que late debajo del sonido. Las palabras son aire inmediato de labios: vuelan, desaparecen, mueren. Y todo el mundo tiene derecho a la intimidad necesaria para mostrarlas más o menos libres, más o menos desprovistas de artificios retóricos para un contento público. Sin embargo, aunque todos tengamos ese derecho, seguramente ningún otro cuerpo como el de los políticos resulta, necesariamente, tan esclavo de sus palabras y tan poco dueño de sus silencios. Porque nos representan: aunque no lo hagan verdaderamente, aunque nos esquilmen, aunque puedan montar -y lo hagan, de hecho- verdaderas estructuras mafiosas para perduración de sus crímenes económicos, el derecho a la intimidad de los políticos, sobre aquello que dicen y no dicen, y sobre cómo lo dicen, pueden incidir en nuestro rechazo o nuestra simpatía por ellos. Aunque las conversaciones salgan a la luz por un sumario, aunque se hayan hecho públicas por unas escuchas telefónicas legales, aunque se hayan instalado micrófonos escondidos en sus despachos, y aunque sigan teniendo su derecho al secreto verbal, el ejercicio de la representación exige, o debería exigir, una moral pura en el lenguaje de la intimidad.

Gracias a la Operación Lezo hemos conocido, precisamente, cómo se expresa privadamente uno de los hombres más importantes del Partido Popular: el ya encarcelado Ignacio González. Uno de esos hombres al que, hace sólo unos meses, le habrían hecho la ola de venir por aquí. Pues bien, en virtud del informe de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil se grabaron, con autorización judicial, varias charlas de González con compañeros del partido. Así, el 22 de noviembre del año pasado, hablando con el exministro Eduardo Zaplana sobre la cercanía ideológica del magistrado titular del juzgado número 6 de la Audiencia Nacional, dice que «lo quitaron porque era uno que era aparentemente ‘rogelio’… Y le dan magistrado de enlace en Londres… No sé, después gana una pasta; o Roma, vive como Dios y el tío no quiere saber nada, claro». Luego, descontento con que el juez Eloy Velasco -actual titular de dicho juzgado- lo siga investigando por la Operación Lezo, afirma Ignacio González: «Yo le llamo a éste y le digo: oye ven aquí, el titular aquí y a este a tomar por culo. Pero, ¿qué cuesta esto? Y a este tío le pones a escarbar cebollinos, joder y ya está. ¡Pero qué cojones de chantaje! Pero como todo el mundo ve que esto funciona, pues ancha es Castilla». Más adelante, sobre los jueces que no se dejan manipular por el poder político -o sea, él; o sea, ellos- añade: «Vamos a ver, Eduardo. Tenemos el Gobierno, el Ministerio de Justicia, no sé qué y tal, y escucha: tenemos a un juez que está provisional… Tú lo asciendes… Yo le digo: ‘A ver, venga usted pa acá’. ¿Cuál es la plaza que le toca? ¿Onteniente?’ A tomar por culo a Onteniente y aquí que venga el titular, que ya me las apañaré con el titular, coño». Pero la cosa no acaba ahí: en una conversación con Enrique Cerezo sobre su ático marbellí, suelta González: «Yo ya les he dicho: ‘Mira yo ya estoy hasta los cojones, o sea, decidme… ¿Aquí qué queda, pegarle dos tiros a la juez? ¿Qué alternativas tengo?». En sentido figurado, me imagino. Pero ahí queda. Como cuando se refiere a esa jueza, Isabel Conejo -»Niñata esta de mierda» y «Tonta del culo» para González- que ahora lleva escolta por las amenazas que ha venido recibiendo desde que comenzó la instrucción. Lo mejor, la última frase con Zaplana: «El aparato del Estado y los medios de comunicación van aparte: o los tienes controlados o estás muerto». En fin, sólo hay que seguir los informativos de RTVE.

Al parecer había mucha gente al tanto de la Operación Lezo. José Antonio Nieto afirma que él no sabía nada cuando recibió al hermano de Ignacio González. Ante semejante escaparate de corrupción a chorro, una reacción inteligente para cualquier político, envuelto por azar o voluntad en una reunión turbia, podría ser comprender la indignación que todo esto promueve, como una balsa inestable y pringosa bajo los pies, reconocer el error de ignorancia o torpeza y sosegar los ánimos. Disparar al mensajero confirma indirectamente el discurso amoral que deja la conversación entre Ignacio González y Eduardo Zaplana, y su extendida escuela política.

* Escritor