Estoy convencido de que a muchos españoles no catalanes y a bastantes catalanes no les gustaría contemplar la independencia de Cataluña pensando que tal vez podrían haber hecho algo por evitarla y no lo hicieron. Es mi caso y no lo voy a dejar más.

Conste que ya me parece tarde. Hemos dejado hacer de las suyas a los nacionalistas durante más de 30 años (casi dos generaciones completas en el sistema educativo) y por lo tanto la cosa ya posiblemente no tiene arreglo; hemos aguantado incluso que se prohibiera, de hecho, a los niños estudiar en castellano en Cataluña o que se impidiera por la fuerza de las multas a los comerciantes titular sus negocios en el idioma que les diera la gana; estamos pagando ahora el despilfarro indecente del tripartito presidido por un andaluz, en la promoción del independentismo pagado con fondos públicos; algunos alentaron desde Madrid un estatuto claramente inconstitucional.

Como otros muchos miles de españoles he leído en los últimos meses muchos artículos e incluso libros enteros que demuestran que los fundamentos históricos de esa reivindicación son casi todos falsos, inventados por pseudohistoriadores sin ética profesional que trabajan a sueldo de entidades como la Asamblea Nacional de Cataluña. Los medios de comunicación, masivamente subvencionados por la Generalitat, han actuado de portavoces irresistibles de la ideología separatista. Porque el gran atentado contra la libertad no ha sido la inmersión lingüística sino la inmersión doctrinal, la imposición por la fuerza (por la fuerza de las leyes y del presupuesto aprobado por la Generalitat) de una ideología nacionalista antidemocrática en el fondo aunque aparentemente respetuosa de las normas de convivencia.

Todo estaba planificado desde la última etapa del franquismo y no nos dimos cuenta: "¡treinta años de control del sistema educativo y de los medios de comunicación y el país es nuestro!", se dijeron. Y el último gran hallazgo fue la invención de la "violencia pacífica". Durante la década de los ochenta un pequeño partido llamado Esquerra Republicana de Catalunya logró convencer a los militantes de Terra Lliure (grupo terrorista fundado en 1978 a imagen y semejanza de la ETA vasca) de que el asesinato no era el mejor método para lograr el objetivo; les ofrecían a cambio un sistema igualmente antidemocrático pero menos cruento: el de la "violencia pacífica".

El nuevo método consiste en ejercer sobre las víctimas toda la violencia que sean capaces de resistir sin sublevarse. Si creamos paralelamente un caldo de cultivo, un entorno ambiental favorable, las víctimas soportarán sin rechistar o rechistando poquito, no solo la invención de la historia, sino la inmersión, la discriminación, el insulto, el escrache, la coacción más o menos solapada, la invisibilidad de lo que no interesa a la causa y hasta finalmente el exilio como mal menor.

Pero todo nos ha pasado desapercibido a lo largo de más de tres décadas y por lo tanto ya la cosa probablemente no tiene arreglo. Hoy se jactan de lo conseguido por este nuevo método y dicen que "la independencia ya no está en la pequeña burguesía nacionalista sino en la voluntad de los emigrantes" y de sus hijos que han sido educados por el sistema de inmersión ideológica. Esta es la clave de lo que ocurre.

Habría sido posible apelar a la razón y a los sentimientos de los miles de andaluces, extremeños, murcianos, valencianos, castellanos y aragoneses que emigraron a Cataluña en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, pues sin su voto favorable la independencia de Cataluña sería imposible. Convencer a nuestros familiares y amigos que viven y trabajan en Cataluña de que España les quiere, de que estamos mejor juntos y de que voten contra la independencia, esa es mi propuesta. Pero muchos de esos emigrantes sienten que su tierra de origen fue una mala madre que no supo darles trabajo y bienestar. Y de sus hijos ni hablemos pues la mayor parte de ellos se sienten catalanes hasta la médula, debido a la educación que han recibido y a que es muy duro sentirse emigrante para toda la vida.

Por eso ahora, cuando emerge la Cataluña silenciada a través del movimiento Societat Civil Catalana, una esperanzadora ventana no política se abre en el asfixiante debate independentista. Impresionante también el esfuerzo de algunos partidos políticos que se enfrentan sin medias tintas al reto soberanista. Sin embargo, en las recientes elecciones al Parlamento de Europa, los partidos que defienden sin ambigüedades la unidad de España han recibido un apoyo claramente insuficiente, mientras que Esquerra Republicana es el ganador de las elecciones.

En consecuencia me pregunto si hay algún método para evitar que un proceso basado en la violencia pacífica ejercida de forma implacable durante más de treinta años consiga su objetivo. Mi respuesta es que, aunque parezca que ya es tarde, todavía tenemos tiempo de hacer lo que no hemos hecho hasta ahora: entrar al trapo, aceptar el debate, convencer a nuestros amigos catalanes de que juntos estamos mejor. Y exigir al gobierno y a los partidos nacionales que busquen nuevas fórmulas de consenso como ya se hizo en otras épocas.

* Profesor