Tenía yo doce años. Aquel día estábamos recién despiertos, preparados para saltar de la cama, cuando escuchamos los pasos ágiles de mi madre subiendo hasta nuestra habitación para decirnos que era hora de levantarse, arreglarnos, desayunar y salir pitando para el colegio. Pero cuando abrió la puerta nos dijo algo tan diferente que aún resuena en mi memoria: «Franco se ha muerto y hoy no vais a la escuela». Así empezó para mí la fiesta de la democracia.

Se puede decir que la preadolescencia, la adolescencia, la juventud y la madurez de la España democrática han ido acompañando mi desarrollo como persona. Y así lo percibo. En realidad, a pesar de tener una clara conciencia política desde niño, jamás he sido muy activo ni me he manifestado sobre cuestiones trascendentales, o que se supone que lo son. Como muchos de nosotros, he disfrutado de la fiesta mientras unos pocos trabajaban en la sombra o bajo la luz de los focos para construir y mantener en orden nuestra bendita democracia.

Y hasta aquí hemos llegado con esas. Ahora vemos lo que la falta de una profunda implicación nos está trayendo. Lo dábamos todo por hecho. Y mientras algunos parecen haber estado trabajando concienzudamente para acabar con nuestro sueño. Lo cierto es que yo siempre lo he intuido y más. Con catorce años me preguntaba por qué no habría yo nacido en un país normal, y aún me lo sigo preguntando. Antes me asombraba, pero ahora ya estoy curado de espanto al ver las estratagemas y jugarretas con las que se manejan esos que sueñan con separarse para vivir mejor.

Mi país es ese país en el que nací y con el que desperté a la democracia. De norte a sur y de este a oeste. Mi patria podría ser solo eso que veo cuando me asomo por la ventana. Pero es algo más; es toda Montilla, Córdoba entera, hasta más allá de Andalucía. Y Cataluña. Incluso más allá de la frontera, por esas tierras en las que no me piden el pasaporte. Mi país es España en Europa.

Ese es por el momento mi país. Aquí nací y esa es mi herencia. Es mi derecho y no estoy dispuesto a renunciar a él asintiendo con mi silencio a su descuartizamiento. Ahora veo con claridad que no es suficiente con disfrutar de la democracia en silencio. No se puede ni se debe. Es su inmensa gloria, pero también su extrema debilidad. Qué peligroso es dar por hecho que todos se dedican a disfrutar y construir en libertad aceptando y sosteniendo las normas de convivencia. Qué ruines son quienes admiten y defienden las leyes mientras les conviene y para lo que les conviene, y a la vez las ignoran y les prenden fuego cuando no les son útiles para sus intereses.

Creo que debemos estar seguros y reaccionar con tranquilidad, pero con contundencia. La libertad, la democracia, y la paz de todos está en juego. Esas leyezuelas con las que unos pocos quieren estropearnos la fiesta no tienen ningún recorrido. La Ley, nuestra Ley, la de todos, es muy clara. La paciencia tiene un límite. Y habrá que ponerse una vez colorado, porque ya nos hemos puesto más de cien veces amarillo.

Y luego hablar. Por supuesto. Está bien esa propuesta de iniciar el debate sobre una posible reforma de la constitución para actualizar el modelo de país que queremos. Pero el debate debe ser entre todos. Y las decisiones las tomamos entre todos admitiendo las reglas del juego y los acuerdos a los que se llegue.

Me duele este desencuentro. Sinceramente deseo que podamos encontrar una manera para olvidar todo los que nos hemos dicho para volver a trabajar juntos. Es difícil, pero estamos obligados a intentarlo y conseguirlo. El proyecto común de Europa debería ser suficiente. Construir una Europa fuerte, democrática y solidaria es más sencillo si se hace desde lo ya construido a través de los actuales estados que disolviendo estos y volver a empezar desde una miríada de microestados-nación. Permitamos que las diferentes identidades culturales pervivan y convivan, pero dentro de un mismo espacio político. Es lo más sensato. Y es lo que siento. Porque me duele España. Y me duele Cataluña. Porque Cataluña es también mía.H

* Profesor de la UCO