A medida que se conocen los detalles de la investigación policial se confirman los peores presagios en el caso de los padres de Nadia Nerea Blanco Garau, la niña afectada por la tricostomia, una de las llamadas «enfermedades raras» (por poco frecuente y, por tanto, poco investigada). Durante años han apelado a la buena fe de sus vecinos y amigos, primero, y de los espectadores de televisión y lectores de diarios, después, para recaudar casi un millón de euros. Los donantes estaban convencidos de que ese dinero iba destinado al tratamiento de la menor, supuestamente en EEUU. Las primeras pesquisas de los Mossos d’Esquadra apuntan a que casi 600.000 euros se pulverizaron en todo tipo de gastos, pero que en ningún caso se dedicaron a unos tratamientos médicos que simplemente no existían. El periodismo ha fallado en esta ocasión, contyribuyendo a difundir una historia dándola por cierta a pesar de que algunos detalles difícilmente hubieran soporrado un mñínimo escrutinio profesional. Eso daña la credibilidad de los medios de comunicación y es una lección a tomar en serio. Pero también han fallado otras instancias.

En primer lugar, según la legislación de Baleares --donde tenía la sede la fundación con el nombre de la niña--, a las asociaciones benéficas no se les aplica ningún tipo de control si no reciben subsidios públicos. Fernando y Margarita lo sabían, y por ello no trasladaron la sede cuando se fueron a vivir a Cataluña ni pidieron jamás una ayuda pública, que evidentemente hubieran tenido que justificar. Ciertamente, cuesta de pensar que alguien sea capaz de estafar con la enfermedad de una hija, pero el historial de Fernando empuja a pensar que ha sido perfectamente capaz de hacerlo. Las normas deberían ser suficientemente claras para impedir que una buena causa sirva para esconder una mala práctica, como todo apunta a que ha pasado en este caso, que ya ha llevado al padre de Nadia a prisión.

En segundo lugar, sin exculpar a los periodistas ni a las autoridades, el conjunto de la sociedad debe también reflexionar ante este caso. Cabe preguntarse si se deben seguir favoreciendo estas formas privadas de solidaridad en lugar de exigir que sean los organismos públicos los que impulsen los tratamientos médicos en todos los casos, también en el de las enfermedades raras o minoritarias, que quedan lejos de la atención electoral o científica y para las que a veces --lo que es comprensible desde el punto de vista humano-- los familiares de los afectados buscan en otros países soluciones que no son mejores que las que hay aquí. Si se pagasen los impuestos que tocan y se administrasen honradamente, este tipo de captación de fondos basada en la pena que generan los afectados no tendría ni lugar ni apoyo. Ello garantizaría un uso correcto de los fondos y permitiría un control que no ha existido en este caso y que no se puede reclamar a nadie.