Viví durante toda mi infancia y juventud en el mismo edificio, una bonita construcción de ladrillo pardo construida a principios de los años 70, diseñada por un famoso arquitecto en una de las calles de la parte alta de la ciudad. Nunca me gustó. Me parecía (y era cierto) que todo lo divertido tenía lugar en el centro y en cuanto tenía la oportunidad, me escapaba con mis amigas del colegio a pasear por La Rambla.

En aquella finca y en su jardín ocurrieron todas las cosas que suelen ocurrir en cualquier casa: los cumpleaños y las Navidades y las eternas tardes de domingo. Las discusiones y los primeros novios y las interminables conversaciones con mis amigas desde el teléfono de la cocina para decidir qué nos pondríamos al día siguiente. Las fiestas de mi madre con escritores y editores. Y las de mi hermano y mías cuando mi madre no estaba. Los ensayos del primer grupo de música de mi hermano. Los radiadores que nunca daban suficiente calor porque teníamos calefacción central y el presidente de la comunidad era un tacaño y no la encendía hasta mediados de enero. Y el nacimiento de dos camadas de perros. Y la muerte prematura de Otelo, mi perro. Y la de mis abuelos, que vivían en el ático. Y la limpieza, cada primavera, de los miles de volúmenes de la biblioteca de mi madre. Y mis fiestas de cumpleaños en el jardín, con magos y dulces y piñatas, a las que yo nunca lograba asistir porque de los nervios y de la ilusión, me acababa poniendo enferma cada año. Y los baños nocturnos en las piscina. Y las verbenas. Y el portero que nos dejaba colgados en el ascensor si nos portábamos mal. Y los porros del hijo del portero. Y el día que me enfadé con un novio que se estaba quedando en casa y le tiré toda la ropa por el balcón. Y llegar una mañana, muchos años después, con mi primer hijo en brazos desde el hospital. Y unos años más tarde, con el segundo. Y decidir un día que no quería seguir viviendo allí. Y vender el piso e irme.

Siempre que paso por delante de mi antigua casa (intento no pasar muy a menudo), me invade una sensación de extrañeza y de pena ligera, como si fuese una viejecita de cien años que ya lo hubiese visto y vivido todo. Hace unos días, pasé por la acera de enfrente y de repente vi, al otro lado, justo delante de la casa, al hijo del portero, el que fumaba porros y que se marchó al jubilarse su padre.

Pasó delante del edificio como lo hago yo, con lentitud, mirando de reojo, como se mira a alguien a quien quisiste hace mucho tiempo y que no estás seguro de que te reconozca, con pudor, con cautela, sin detenerse, como si el edificio ya no fuese más que un sueño borroso. Todos miramos lo que hemos perdido con la misma expresión en los ojos.

* Escritora