Cada vez que pienso en Eduardo García me viene una sonrisa a la cara. Es un rasgo exterior que se aparece desde una intimidad mucho más honda, la de una especie de bonhomía que se sigue proyectando y seguirá viviendo mientras nosotros vivamos. Para quienes lo hemos querido, Eduardo García es mucho más que un gran poeta. Lo ha sido, lo es: cómo sigue creciendo en la lectura, en esta hermosa edición de su poesía completa en Vandalia titulada La lluvia en el desierto. Pero si lo has tratado, si has sentido su abrazo alguna vez, si su voz forma parte de tu red interior de complicidades y recuerdo, no hay otra manera de evocar a Eduardo que con una sonrisa. La suya era espléndida, clara y limpia: tenía unas facciones que habían nacido para sonreírle a la vida y compartir su sonrisa contigo. También era dueño de su fragilidad, de ese temblor íntimo que nos convierte en lo que somos. La vulnerabilidad, la duda, el espejismo, esa radiación sobre una carretera que nos empuja a continuar hacia ninguna parte, con un rumbo difuso y a la vez certero, también formaban parte de su mapa vital: porque Eduardo era un hombre que sabía hacerse preguntas y apuntar al nudo cortante de las cosas, como si su radio de escritura y lectura se ampliase en un dulce desvelo de vivir.

La vida no es generosa ni justa, y la muerte tampoco. Pero tanto en la vida como en la muerte se pueden arañar esquirlas de justicia y generosidad, cincelando sustancias y momentos de apariencia modesta y profundo misterio. Algo de esto, o mucho, había en Eduardo, porque su voz proyectaba, y sigue proyectando, su presencia de naturalidad y cariño, con ese interés discreto y polifónico en lo que todos hacíamos. De alguna manera, y manteniendo lúcidamente vivo su sentido crítico, la mirada de Eduardo tendía a ver lo mejor en los demás: veía todo el cuadro, veía la figura dentro de su escenario, y aunque le gustara más o menos tendía a asimilarla con una relativa comprensión, como si la empatía que proyectaba desde su propia obra hacia la ajena pudiera compartirse como una manera de vivir. Por eso se le sigue queriendo y se le querrá aún más. Por eso su recuerdo, como su voz, sigue creciendo y crecerá aún más. Su obra es rica y coherente, con un perfil de plena evolución que acota territorios, los reconoce y los vindica sin ninguna estridencia, pero con una suave convicción que desarma y seduce, porque nos hace sentir que verdaderamente hemos llegado a esa otra parte de nosotros que se aplaca y se funde en la existencia. La vida no es generosa ni justa, y la muerte mucho menos: pero el legado, los días actuales y siguientes --hablar de posteridad sería de un pomposo que no le gustaría al propio Eduardo-, puede ser también la obra de los que seguimos aquí, nuestra manera de tratar, a su vez, la obra poética de Eduardo. Iba a escribir «la obra cerrada de Eduardo», pero no es verdad; porque si hay una poesía reciente que deja puertas abiertas y también galerías muy sutiles, transparentes hacia lo que no se ve, que se habita y deambula con lecturas continuas que realzan la primera impresión, es la de Eduardo. Me sucede con su poesía lo mismo que con él: no solo permanece, no solo está, sino que su presencia imantada, el espacio invisible de su voz, sigue ganando nervio y densidad, en una resonancia corporal que trasciende en nosotros.

Al recuerdo de Eduardo y su legado se le seguirán sumando buenos momentos. Por eso la constitución, en la librería La República de las Letras, de la Asociación Cultural Casa en el Árbol, el colectivo sin ánimo de lucro que toma como nombre el título de uno de los poemas más representativos de su optimismo lúcido, de esa energía pura de vivir, es un buen paso. Veo en la foto del Diario CÓRDOBA a Rafi Valenzuela rodeada de amigos. En esa foto faltamos muchos, porque en ninguna foto cabe toda la gente que quería, leía y admiraba a Eduardo. Los fines de la asociación, en suma, son una proyección de su personalidad: no solo cuidar la presencia de su obra, sino abarcar esos otros ámbitos en los que Eduardo se movía con su curiosidad adolescente, refinada y profunda. Creo que hablar de Eduardo puede acercarnos a muchos. Nos puede ayudar a encontrar un territorio común de abrazo cálido en el que siempre nos sentiremos cómodos. Esta asociación genera, desde su nacimiento, esas sensaciones; o debe proyectarlas, porque así era él. Un espacio de encuentro, una sonrisa abierta hacia la vida que excita y sorprende. Enhorabuena a todos. Enhorabuena, Eduardo.

* Escritor