Nos seguimos matando entre nosotros, en la contienda cíclica. Cada vez que aparece una noticia relativa a la Guerra Civil se encienden los dos bandos, se revelan, reconocen sus nombres y sus gestos, sus posiciones éticas, sus grietas. Es como si el fantasma estuviera ahí latente, durmiente bajo la tierra, como un cuerpo ardoroso que pudiera elevarse sobre su cansancio de años, en su extravío durmiente, y recordar dónde estuvo, también cómo murió, y por qué combatía. Es natural: en España todavía no hemos conseguido elaborar una narración más o menos común de lo que sucedió entre 1936 y el 39, y aún hay gente empeñada en defender la dictadura que llegó después. Así acabó la guerra, y también Las bicicletas son para el verano, la estupenda obra de teatro de Fernando Fernán-Gómez: «No ha llegado la paz, ha llegado la victoria», decía el padre protagonista, caminando con su hijo pequeño por las ruinas de un Madrid arrasado. Así quedó la tierra, igual que toda Europa: arrasada por los fascismos, en una parte, y por el totalitarismo soviético, en el lado contrario de la mesa de juego. Lo que se jugaba, claro, era la libertad, que es la capacidad de las mujeres y de los hombres para poder tocar, anhelar o buscar, y conseguir a veces, un espejismo pleno de felicidad.

Aparece una noticia, un dato, cualquier cosa, y vuelven los dos bandos. Pues claro que un dictador responsable de la persecución y el exilio, la tortura, el expolio, el secuestro de las libertades y el asesinato de una mitad de la población no puede tener un mausoleo como el Valle de los Caídos, con el cinismo histórico de intentar alegar que el homenaje es a ellos, a los caídos de ambos bandos, cuando solamente los presos de uno de ellos fueron encadenados a la obra. Esto no lo tendría que defender ningún partido de izquierda moderada, ni siquiera de extrema izquierda, sino que debería ser patrimonio ideológico de una mayoría cívica, con justicia solar. Entierro privado, sí. Exhibicionismo, no: bastante aumentó el patrimonio familiar en lo que duró el régimen. Pero dices esto y te acusan de reabrir heridas, como cuando se reivindica el derecho de los familiares a buscar los restos de los suyos, en mitad de una cuneta o en el monte. Y da igual que sean los hijos, los nietos o los bisnietos: son sus familiares, y les atiende el derecho natural a buscarlos. Todo lo que sea poner palos en esa rueda, no es sólo una cuestión ideológica sobre una guerra que acabó hace casi ochenta años y una dictadura que terminó hace 38, sino que es un agravio a nuestra dignidad como país.

Mientras no haya transparencia y normalidad en esto, esa narración común será imposible. El derecho es el derecho, y sólo cabe atenderlo para las autoridades de cada lugar. Claro que en los dos bandos se cometieron salvajadas sin límite, como dijo Otto Von Bismark: «Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido». Pero ahí seguimos, intentándolo, porque todos los frentes son pocos si se trata de arrojárnoslos a la cara. Tratar de ahondar en la Guerra Civil, sus fantasmas de uno y otro bando, el horror de las checas en Madrid y en el resto de España, las purgas soviéticas en el POUM, tan bien descritas en la novela Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, o el terror falangista, no son las dos caras, sino una misma moneda.

¿Dónde quedaba la gente, aquella que no pertenecía a ninguno de los dos extremos, esa tercera España que reclamaba Salvador de Madariaga? En ese centro esquivo, conservador o progresista, de un odio inmortal lanzando a todo un país a una pelea a garrotazos de Goya, con la única razón del exterminio de nuestros vecinos.

Por eso, por la necesidad de construir una historia asumida -no consensuada, sino con luz de verdad- es estupenda la exposición del Teatro Cómico Principal, con medio centenar de carteles de películas sobre la Guerra Civil. Ochenta años de cine sobre la Guerra Civil, gracias al Centro de Estudios Andaluces y la Filmoteca de Andalucía, con la contienda vista en todas las trincheras: durante la guerra y después. Si algo tiene el cine es su capacidad para ir tejiendo un cierto relato colectivo; no siempre exacto, es verdad, pero sí plural en sus matices. Escribió Antonio Machado, a ese españolito que llegaba al mundo, que una de las dos Españas habría de helarle el corazón. El español terrible que llevamos dentro debe quedar fuera del presente.

* Escritor