Con su heterónimo Álvaro de Campos Fernando Pessoa publicó un poema en el que afirmaba que todas las cartas de amor son ridículas: «Pero, al fin,/ sólo las criaturas que nunca escribieron/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas». Recuerdo cuántas veces insté a mis alumnos a que escribieran cartas, también de amor, y que en este caso escogieran un papel adecuado y que, por supuesto, utilizaran estilográfica. Mi consejo se hizo más reiterativo a la vez que se imponían los mensajes de móvil, e ignoro si tuvieron éxito mis recomendaciones, pero a día de hoy mantengo que una buena carta de amor escrita en papel verjurado tamaño holandesa y con tinta de una buena pluma supera a cualquier mensaje de WhatsApp, aunque coincido con Pessoa en que puedan resultar ridículas pero aún más no haberlas escrito nunca, y en que, como dice en otra estrofa, a veces lo ridículo son los recuerdos que se tienen de las cartas que has escrito en otro momento de tu vida.

He recordado ese poema a propósito de que la semana pasada se cumplió el centenario del nacimiento del escritor mexicano Juan Rulfo, el escritor que ha pasado a la historia de la literatura, al margen de obras menos conocidas, por un libro, Pedro Páramo, y un conjunto de relatos, El llano en llamas. Leí ambos en mi época de estudiante en Sevilla, cuando se vivían los años del boom latinoamericano. Antes había conocido la obra de García Márquez y de Vargas Llosa, y poco a poco descubrí a otros autores, como ellos originarios de la otra orilla del Atlántico. Hoy no mantengo la misma devoción por todos, pero sí tengo a algunos como referencia indispensable, uno es Rulfo. Estos días se han publicado artículos y comentarios sobre su vida y su obra, también acerca de su pasión por la fotografía, pero apenas se ha hecho referencia a un libro publicado en el año 2000 con prólogo, edición y notas de Alberto Vital titulado Aire de las colinas. Cartas a Clara, cuyo contenido está compuesto por las ochenta y una cartas que Rulfo le envió a su novia, luego su esposa, Clara Aparicio. Son, como podrán imaginar, cartas de amor casi todas ellas y fueron escritas entre 1944 y 1950, es decir, son anteriores a su obra literaria, y ¿son ridículas como decía Pessoa? Pueden parecerlo en algunos pasajes, pero desde luego no en el inicio de la primera que envía: «Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre: en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye». En otra mantiene un diálogo con su corazón y le explica a Clara cuánto la quieren los dos; unos días después le dice que había estado leyendo a Walt Whitman y que había encontrado un texto donde afirmaba que quien camina sin amor va hacia su funeral, y entonces concluye: «Y esto me hizo recordar que yo siempre anduve paseando mi amor por todas partes, hasta que te encontré a ti y te lo di enteramente». Unos meses después le dice que tiene los ojos azucarados, y eso le da pie para escribir: «Ayer nada menos soñé que te besaba los ojos, arribita de las pestañas, y resultó que la boca me supo a azúcar». A veces la pasión llegaba más lejos: «Clara Aparicio, no te enojes, pero tengo ganas de hacerte pedacitos y comerte toda entera. De eso tengo ganas. Y de verte y de darte muchos abrazos, pero muchos. Y de estar contigo siempre, junto a tu amor».

No puedo recoger aquí más fragmentos, muchos llenos de literatura, y por tanto una lectura aconsejable en este centenario de Rulfo. Escribo estas líneas el domingo por la noche, un buen momento para hablar de cartas de amor, cuando he tenido la satisfacción de ver a mi equipo de fútbol ganar el campeonato de Liga y cómo en las primarias del Partido Socialista ha obtenido la victoria la candidatura que me parecía la más coherente en mi calidad de votante socialista.

* Historiador