Hace tiempo que santificamos el deporte como signo de una sociedad avanzada. Otro buen marcador de la evolución de esta España nuestra es el apego a la cultura física. Unas décadas atrás, no había más horizonte deportivo que unas zapatillas Tórtola, un pantalón azul y bastorrón, y la versatilidad de una camiseta interior. Todo para superar el plinto y las flexiones de un profesor que se llevaba puesto el ardor guerrero de la OJE.

Hoy vivimos la transustanciación del ejercicio físico, cuando la ropa deportiva se ha convertido en un rutilante negocio, y se han estandarizado los cuerpos Danone a base de machacarse en los gimnasios. No es descabellado imaginar el pasmo de un parroquiano de aquella Córdoba de rapsodas de las Ermitas y tabernas barojianas, viendo el frenesí del zumba tras las cristaleras, o aquel regimiento de bicicletas estáticas: creería cumplida una más de las premoniciones de Julio Verne.

Existe un amplio espectro en esa universalización del ejercicio físico: desde la masificación temprana de los paseos marítimos, con gorra al uso y calzado cómodo, hasta ese hedonismo del sufrimiento que roza la vigorexia. Y en este afán de superación no faltan los gadgets del plusmarquista: las gráficas y las medias para personalizar tus propios éxitos.

Desde luego el ciclismo no es ajeno a esta eclosión. Si las Tórtolas eran la zona cero de la Educación Física, imagínense aquellas Mobilette para el pedaleo, cuando por una buena bicicleta de montaña hay algunos que empeñan hasta su alma. Alma, o al menos cuerpo, que expondrán emulando la preparación de la Guzmán o de aquellas otras travesías que cada vez menos tienen visos de solaz esparcimiento, y más de competición.

Que la Vuelta haya llegado a Córdoba ha sido un feliz acontecimiento, y no únicamente para los enamorados de las dos ruedas. Desde estas páginas he proclamado reiteradas veces el encantamiento épico que conlleva el ciclismo, y más aún su quintaesencia. El Tour de Francia es la mejor novela de julio. Mas esa declarada querencia no evita dar unos pescozones a tanto aficionado a la bicicleta que desdeña la seguridad vial. ¿Tienen los ciclistas bula papal para saltarse los semáforos en rojo? No hay más estudio estadístico que la propia observación, y cuando enfilan el Brillante, ganas dan de felicitar a la excepción, a quien frena y se detiene como el resto de los vehículos. Nos hemos tirado media vida reclamando carriles bici. Y una buena evidencia de que la cosa puede funcionar es la ejemplaridad de Sevilla, tercera ciudad europea en el uso de este medio. Pero el carril bici no es competitivo, demasiado gagá para quien desea embarrarse y poner en marcha el pulsímetro. Ahora que la siniestralidad vial está conociendo un repunte, aparte de rebujos y distancia de seguridad, sería bueno que en esa concienciación no quedasen al margen los manillares.

* Abogado