CCarolina de Mónaco cumplió ayer 60 años, y a buen seguro que aún perviven en las estancias monegascas las secuelas de la celebración. Más rotunda aún que el principio de conservación de la energía descuella la cadena trófica de los homenajeados, y esa común y universal querencia de abrir el frigorífico en las horas nonas para dar cuenta de los restos del pastel. Claro que la Princesa o sus nietos no aplicarán con el dedo la bisectriz del merengue, porque Mónaco tiene los tuétanos franceses y allí hay que engolarse con Chantilly.

Bienvenidos los sesenta a Carolina porque, como buena Adelantada de las Indias, ella consagra con su cumpleaños ese fulgor tan alejado ya de las sopitas de ajo y los mingitorios. El medio siglo ha desplazado en celebraciones a aquellas velas tristes de los cuarenta, y al final tiraremos la casa por la ventana por las seis décadas, sabedores de que las pensiones serán una ristra de bonocupón… Pero esa es otra historia, porque hoy tocar memorar a la mayor de las Grimaldi, la que se llevó el fuego de la elegancia de su madre. A su manera, Gene Kelly hizo el camino invertido de los elfos, renunciando a perpetuar la inmortalidad de Hollywood para embarcarse en un cuento de hadas. Recaló en la Costa Azul, y como senescales de la diosa votiva de Hitchcock, los actores de la edad del oro del celuloide se bebieron los muelles y quemaron el casino de un enclave donde no había juerga sin glamour. Una americana en París, en esa Europa tecnicolor de esos tiempos a los que Trump apunta con su retrovisor. En un mundo dominado por los niquis y los tomavistas, la adolescencia de Carolina se aperturó como la reina del ajedrez, afianzando a la rebeldía su variante pija. Se sorbió en la disco los sudores de la tierra batida, acaramelada a un Guillermo Vilas del que siempre recordaré la desproporción de sus brazos cual pinzas de un cangrejo violinista. Ejerció de viuda trágica y funambuló el papelón de cruzar sola la alfombra del Palacio Real, porque en la boda de los futuros Reyes de España el señor Hannover dormía la mona de un buen colocón.

Aunque el campo de batalla de Carolina sea el Baile de la Rosa, tener una madre nacida en Pensilvania te da ascendente para orientar los brillos del espejo del castillo hacia el Presidente norteamericano. Trump quizá pueda permitirse el lujo de los anacronismos y desubicar a la hermanísima de Alberto como una Sissí que encandiló al mundo con bikinis y pamelazos, cuando allende los playboys llevaban el pelo en pecho y no ligaban punteando la tableta en el velador. Pero esta Europa decadente tiene su orgullo, y acaso los desprecios del jerarca misógino sirvan para jalear al Viejo Continente, al igual que toda esa lista de agravios que Trump ha enfilado prematuramente: latinos, mujeres, chinos y demás contestatarios. Trump se mueve bien en la burda amalgama, en ser el anticristo de la sofisticación… Todo lo contrario de esa Princesa que un día jugó a ser niña mala..

* Abogado