En los otrora áridos campos del desierto de La Parrilla, donde se asienta La Carlota, el pensamiento ilustrado reformista de Carlos III, de la mano de Pablo de Olavide, pobló en el siglo XVIII de colonos centroeuropeos aquellas tierras y desarrolló la concepción agraria de Jovellanos y Campomanes basada en un nuevo modelo de sociedad donde los agricultores pudieran ser también ganaderos, pequeños propietarios que se opusieran a las manos muertas. Y si aún a principios del XIX viajeros extranjeros como Townsed pudieron constatar cómo en la Posada de La Carlota servían una «buena comida francesa», y el capitán inglés Charles Rochfor Scott observar que su campos estaban mejor cultivados que las de otras partes de la comarca y que había una pulcritud germana en sus blancas viviendas, hoy la salchichas de los oriundos suizos y alemanes se ha sustituido por el chorizo y, el vino del Rhin, por el fino de Montilla-Moriles, etc., y el idioma, como le respondió aquella ventera a George Borrow ya en 1836, «solo hablamos español o, más bien, andaluz». Apellidos castellanos se han mezclado con los de los colonos, la asimilación ha sido modélica, y la tolerancia se ha hecho identidad de un pueblo que sabe tender puentes de pacífica convivencia con otros grupos étnicos y raciales. Esto es historia que me otorgaron como un precioso legado los habitantes de la villa donde nací un primero de enero de 1944. No cabe aquí detallar mis vivencias en mi patria chica ni el afecto que les profeso a sus habitantes, pero sí reseñar una anécdota que pudiera ilustrar qué siento yo por mi pueblo.

En 2001 me reencontré en Washington con una amiga inglesa que, siendo joven y estudiante de Oxford, llevé a conocer La Carlota. Almorzábamos en un restaurante sobre el río Potomac con su marido, un alto funcionario del Banco Mundial, y, recordando aquella lejana visita, en su memoria describió el pueblo como un villorrio. Ella se había nacionalizado norteamericana, de lo que estaba orgullosa, y era jefa de un departamento en el Pentágono, mientras yo conservaba mi origen carloteño en el pasaporte y en la entrañas, y tuve que responderle.

No recuerdo por dónde empecé, pero de villorrio, nada. La informé del crecimiento demográfico experimentado en las últimas décadas y cómo el pueblo se había enriquecido con la presencia de muchos capitalinos y de otros lugares que prefieren unas formas de vida más bucólicas y sencillas, haciendo que las viviendas hubieran proliferado como hongos en el otrora desierto. Le describí el proyecto del bulevard -poco después felizmente realizado- donde las palmeras se alinean esbeltas y donde viejos y jóvenes gozan de la charla en una comunión de talante democrático y tolerante, pacífico y libre de amenazas, imposible de encontrar no solo en Washington sino en cualquier villorrio de EEUU. Como el marido me preguntara, interesado, por el comercio del pueblo, le relaté la febril actividad de empresarios autóctonos que llevan a mercados fuera de la provincia los productos más variados o reciben exquisitamente a quienes, desde otras localidades, desean celebrar todo tipo de actos sociales en salones que ya los quisieran para sí las hamburgueserías yanquis de cualquier lugar del mundo. Los polígonos industriales complementan, pues, a una agricultura modernizada y ambos sectores tiene en la iniciativa, trabajo y ahorro su mejor garantía. No dejé de significarle que ese desarrollo encuentra su filosofía en el Estado del bienestar que cubre las necesidades básicas y los servicios sociales protectores del ciudadano y que tanto se olvidan en «el país más poderoso del mundo». Este equilibrio de una socialdemocracia bien conjuntada con el capital empresarial era parte del desarrollo del pueblo, apoyado por políticos que habían sabido crear expectativas e ilusión inversora. No me mordí la lengua aquel día. Mi entusiasmo, expresado sin complejos en aquel restaurante elitista, les sorprendió sobremanera

-O sea, que nada os falta -dijo el marido.

-Nada es perfecto y todo es mejorable. Pero no es un villorrio. Es un pueblo, hecho para el pueblo y con el pueblo -concluí, modificando la aspiración ilustrada.

-De cine, pues -sentenció irónica mi anfitriona.

-Precisamente falta un cine- aclaré, y me volví al plato.

Hoy, cuando se cumplen 250 años de la fundación de La Carlota, aún se mantiene fértil la semilla que sembraron aquellos pioneros y de ellos surgen jóvenes retoños que buscan paliar, con honestidad y sentido social, los daños, humanos y económicos, causados por la crisis del sistema.

* Comentarista político