La tocata y fuga de Puigdemont tiene un componente digital de fracaso y duda ante el martirio. Lo hemos visto con sus mensajes, que son un testamento de su fe nacional. El hombre que esperaba ser el rostro de un nuevo país ha descubierto en sus carnes románticas y nómadas que la realidad le da la espalda. El romanticismo de Puigdemont no ha prescindido nunca del delirio divino de su destino histórico, y por eso ha afirmado, en su debilidad, que él también es humano. Como si no supiéramos, desde hace mucho tiempo de idas y venidas, que su locura consiste, entre otras cosas, en haber confundido el futuro de su comunidad con su propio futuro, como una comunión indivisible. Ante la aceptación momentánea -pero rápidamente desmentida- de su final, ante la duda vertida bajo el cielo encrespado de tormenta telúrica al escribir esos mensajes como una aceptación de su derrota, Puigdemont se ha revuelto en su Monte Calvario y ha respondido que él también es humano, que su piel es mortal y los tejidos de su pensamiento también pueden pudrirse. Ha dicho Puigdemont que ha ganado Moncloa, y ahí se intensifica su delirio en una doble dirección: porque, por un lado, no ha ganado nadie todavía --y, en todo caso, no habría ganado Moncloa, sino España--; y, por otro, su derrumbe solo implicaría eso, su caída política y procesal, pero no la del resto del independentismo. Muere o se retira el perro -o lo retiran-, pero la rabia sigue. Sobre todo cuando hay tantas mandíbulas dispuestas a morder con el mismo veneno entre los dientes, con la disgregación de un odio artificial sin verdaderas raíces, porque nunca ha tenido Cataluña un autogobierno como el que hoy dilapida. Juzgado o interno en su propia celda existencial, sin vuelo místico, todavía tendría tiempo para ver cómo lo abandonan sus viejos camaradas. La partida es larga y cansina. Puigdemont, con su legitimidad reducida a una careta, seguirá haciendo daño antes de ser recordado como un interludio cómico.

* Escritor