Oído cocinas. Puede que Dan Brown comience su próxima novela en las bambalinas de Eurovisión. Estamos viviendo las apostillas del cambio de milenio, y la superstición y el horror vacui de aquel incipiente medievo han sido sustituidos por recetas conspiranoicas y otras cábalas con las que mitigar nuestro aturdimiento. Es igual: nos creemos falazmente sobrados, investidos con la toga viril del escepticismo, pero en los tiempos en los que el hombre era cabalmente crédulo habría valido esta curiosísima coincidencia de fechas para proclamar que se ha obrado un milagro. Díganselo si no a los eurofans lusos que compaginan en su profundo fervor las advocaciones a Domenico Modugno o a Dana International con las ortodoxas plegarias a la Virgen de Fátima.

Cien años justos, --hora arriba, hora abajo--, de la aparición de la Virgen a los tres pastorcitos, Portugal gana Eurovisión. Para muchos de los que peinamos canas --si es que las peinamos--, dos musiquillas confluían a principios de mayo, y se asociaban, como una evocación de Proust, a los días en flor: por un lado, el estribillo de Cova de Iria, que perpetuaba en la clase el olor a rosas marchitas hasta la llegada de la Feria. Por el otro, la sinfonía de Charpentier, entradilla de aquella cartela eurovisiva en la que España, en lugar de cantantes, parecía enviar galeones: tal era su potencia competitiva.

El Papa oficia una misa en Fátima y se produce ese milagro profano. Puras coincidencias, pero para las mixtificaciones de Dan Brown hay mucho juego. El segundo de los misterios de Fátima advertía de la conversión de Rusia. Esta posverdad evidencia que Rusia volvió a ser Rusia, desprendida del paréntesis de la Unión Soviética. No sin tino, los historiadores desacreditarán las elucubraciones rocambolescas, pues el contexto de los pastorcitos también es el del triunfo de la Revolución bolchevique, también en 1917. Pero, adivinen qué país no ha estado presente en el Festival de este año. Para su consuelo, Putin habría dicho que si París bien vale una misa, Crimea vale más que una gala.

Portugal no había ocupado tantos rotativos mundiales desde las Azores. Y no es precisamente porque el nuevo secretario general de la ONU sea de nuestro país vecino (¿Quién conoce a Antonio Guterres?). El mérito es de un joven con una historia felizmente triste: Salvador Sobral arrastra problemas cardiacos y los enmarca en una bellísima canción. Los algoritmos eurovisivos señalaban que, con las políticas de alianzas, la esquina occidental de Europa nunca ganaría el Festival. Portugal, el país que no dobla las películas y nos lleva años luz en la anglofilia y el bilingüismo, arrasa en las votaciones sin musitar un vocablo en inglés, todo saudade e intimismo. Esa introspección de oratorio ha dejado en evidencia la estridencia y la fanfarria, opción a la que hemos reiteradamente incurrido, desorientados por encontrar esa piedra filosofal que ya no encontramos desde Salomé. Eurovisión puede que se haya convertido en el voceo vengativo de países pequeños, pero también es una lúdica alegría continental, de la que no andamos sobrados.

A Salvador Sobral querrán convertirlo en el cuarto pastorcito, a otro Brian que se bebe el oporto de los Monthy Pitton --por cierto, merecidísimo Príncipe de Asturias para Les Luthiers--. Amar Pelos Dois es solo una canción. Una hermosa canción, que ya es bastante.

* Abogado