Da pena, ya lo sé, pero pasa como en la vida misma. El mercadeo poselectoral parece abrirnos los ojos a las verdades descarnadas, como si no las conociéramos. Durante las campañas electorales sufrimos un lapsus psicológico inconmensurable: vivimos en la mayor de las ensoñaciones e idealismos políticos y económicos; padecemos ingenuidad infantil y miramos con ojos esperanzados cuando estamos prestos al suicidio ante el barranco. Maldita ilusión embustera. Nuestro espíritu rebosa de una integridad que trasladamos a los demás con derroche en alarde de confianza plena; con el anhelo de que todo cambie, de que el mundo sea mejor. Qué fácilmente se nos olvidan los incumplimientos, las mentiras y medias verdades, las traiciones, los cambios de chaqueta y los malos tragos pasados. La vida se repite. Durante unos días imperan las sonrisas, globos, bonhomías y cantos de sirena. Todo es felicidad. La Democracia todo lo cura. Esa es la teoría, con mayor o menor verdad, honestidad y ambición. Al día siguiente se derrumban los sueños como cartas de naipes y llega la realidad: los imponderables, las imposiciones del otro, los límites de los votos, etcétera. Las medias verdades se mutan en mentiras; la trasparencia se convierte en materia traslúcida y opaca realidad, y las conversaciones ya son a cortina corrida; aparecen los sillones, las liberaciones y codazos, los silencios y los encontronazos. Nada nuevo que no supiéramos; pero la ilusión... La vida trafica con la idéntica moneda, más allá idealismos e ingenuidades. La realidad diaria está sembrada de escarnio e ironía, de sarcasmos, mentiras y patrañas. En el mercado compramos la felicidad con la sonrisa de alegres señoritas que nos la venden con elegancia y amabilidad. A diario canjeamos el tiempo absorbente del trabajo por amables ejercicios vespertinos que simulan nuestra puesta en forma y vida saludable; permutamos sin rebozo nuestras ilusiones más personales por edulcoradas bagatelas de la agencia de viajes. El propio medio natural, que nos apasiona y enorgullece como ecologistas natos, lo despellejamos a diario por la vida con el asfalto, la gasolina y nuestras casas de aluminio y hormigón, compensando el agravio con el fin de semana en el cortijo o en la casita de campo. Mercadeamos sin piedad con las amistades y vecinos, según conveniencia, y hasta con nuestros hijos dejándoles horizontes libres y anchurosos, abiertos e infinitos para no socavar su libertad. Qué decir de nuestra felicidad enlatada, comprada a cuadro duros en sazón de la sociedad de mercado. La realidad se impone. Evidentemente no podemos más que seguir en la corriente, con equilibrio precario, mirando para todos los lados para manteneros en pie y con cara de susto; o en todo caso con temeridad engañosa sin percatarnos de la trascendencia de las cosas. Tenemos que seguir jugando en la vida hasta con cartas falsificadas. Los deseos e ilusiones son simplemente eso, fantasías y ambiciones que no son verdaderas, aunque nos lo parezcan y nos permitan vivir. Los partidos políticos no son más que un reflejo, más o menos distorsionado, de la vida misma. Cuanto nos gustaría que los ideales y promesas fueran realidades, que no nos engañaran; que en un abrir y cerrar de ojos un hada mágica nos cambiara el mundo y pasáramos de la depresión económica a una vida resuelta y de colores; que de un mundo corrupto en demasía y de políticos impresentables transitáramos a una gobernanza satisfactoria de hombres honestos y cabales; que desaparecieran de pronto los socavones de nuestras ciudades y barrios..., que el trabajo fluyera en orden inversamente proporcional al paro y nuestros jóvenes vieran el horizonte, en nuestro país, como una cadena de posibilidades infinita. Claro. Soñar no cuesta dinero. La realidad se impone de verdad cuando ponemos los pies en el ruedo, con el toro delante. Desgraciadamente todo es un cambalache.

* Doctor por la Universidadde Salamanca