Se acabó la fiesta. No, no te preocupes, no me acompañes. Solo son cuatro calles hasta el bus nocturno. Sí, lo hemos pasado genial. Me han dicho que el grupo de mañana es buenísimo. Nos vemos. Sí, sí, de verdad, voy sola, no pasa nada. Esto está lleno de gente. Cuatro calles...

Cuatro calles. Entre 300 y 500 metros, depende de las estrecheces del barrio. ¿Cuántos portales hay en esos metros? ¿Cuántas entradas de párking? ¿Cuántas trampas si eres mujer? No es un juego, es la penosa realidad del acoso sexual. La cara oscura, silenciosa e indigna de las fiestas.

En la primera calle se oculta el machismo. Esa herencia secular, esa mezcla de ignorancia y testosterona que convierte a los hombres en sujetos y a las mujeres, en objetos. En sus objetos. En la siguiente calle se esconde la frivolidad. La incapacidad de ponerse en la piel de ella, la tendencia a menospreciar sus temores, a relativizar ciertas agresiones, a excusar lo imperdonable. Es el alcohol, se exime. Aunque no se toleraría que esa mano que se cuela bajo una falda se dedicara a golpear rostros o a romper lunas de coches. En la tercera calle se pasea la indiferencia. Esa fatal inacción que se cree inocente. Esto no va conmigo. Mejor no me meto. Seguro que ya se apañará ella sola. Y al final, en la cuarta vía, quedan el temor y la vergüenza calados en la piel de las mujeres. Esa voz que nos acobarda, que nos calla, que nos desarma cuando ya solamente queda plantar cara.

Los rincones y los acosadores existen. También las trampas. Solo si nos convertimos en centinelas, en guardianes, arrojaremos luz sobre cada una de las calles. No hay disculpas para el acoso. No hay justificación alguna para aquellos que, anclados en un machismo pretérito, se creen dueños de la libertad y de la voluntad de las mujeres.

Resulta obvio, la calle es de todos.