Esa persiana roja de Gaudí, cerrada hasta el silencio, ha sido un golpe bajo en el paisaje anímico de calle. Gaudí, el último y primer gran café contemporáneo en Córdoba, era el único local al que podías llegar a cualquier hora, y hasta altas horas, no solo a tomar algo, sino también a hallar el sustrato de las conversaciones y la estupenda cocina, abierta en esas horas en las que en ninguna parte había cocina. Estaba la belleza icónica del sitio, decorado por Carlos Cabeza, esa enorme barra de herradura con su amplitud de fuste vertical, pero también el aire de una edad tardía y nebulosa, porque Gaudí se inauguró hace 28 años, pero se abría a otro tiempo: su esplendor de cafés, representado en ese claroscuro de madera que iba multiplicando nuestros rostros en un fondo de espejo. Uno entraba en Gaudí y sabía que ahí sucedían cosas, que la vida sellaba los encuentros en esa proa abierta de la barra, frente a las cristaleras, en ese borde exacto de los grifos que era un paseo interno con su ritmo de calle, un ver y dejar verse, una especie de representación del teatro atropellado de la vida. Empecé a ir a Gaudí con mis padres, de niño, y he tenido tiempo de llevar a mi hijo, me imagino que como muchos de nosotros. Una historia, un álbum, con su lento pasado. Si no me he tomado una caña contigo en Gaudí lo siento, pero no seríamos tan amigos: porque, en los últimos veinte años, no se me ocurre a nadie en mi mapa de afectos con quien no haya brindado, al menos una vez, en esa barra larga como los sueños vertidos en sus sorbos de luz. Esa cerveza helada, esa atmósfera, refugio en los veranos, todo un mundo vivo que hoy se pierde. En Córdoba hay muchos bares, demasiados quizá, pero no hay tantos con personalidad, con un sello en el aire de su relato propio. Gracias a los socios fundadores y a Ángel Pérez Hornero. Gracias a esos grandes camareros que han sido el estilo y el corazón del sitio. No es que cierre un bar, sino que acaba un tiempo.

* Escritor