El Código Penal se ha convertido en un muñeco de trapo que se puede remendar a voluntad. No hace ni un año que entró en vigor la última modificación en profundidad a dicho Código, cuando el partido al que las encuestas dan por ganador en las próximas elecciones generales anuncia una nueva reforma de calado. La medida estrella va a ser la cadena perpetua, si bien revisable al cabo de un determinado período de tiempo. Como nombre técnico se propone el de prisión permanente revisable.

La cadena perpetua se presenta con un aire de vetustez, si se considera su evolución en la legislación española, y, al mismo tiempo, de modernidad, cuando la mirada se posa en la legislación actual de los países europeos.

El precedente español más cercano lo hallamos en el Código Penal de 1870, es decir, en una ley de hace casi ciento cincuenta años. Desde el Código siguiente, el de 1928, correspondiente a la dictadura de Primo de Rivera, y hasta la Constitución de 1978, subsistió --con el breve paréntesis de 1932 a 1934-- la pena de muerte, pero desapareció la pena a perpetuidad. Y desde la Constitución de 1978, España no ha tenido ni pena de muerte ni cadena perpetua.

En contraste a este recuerdo ancestral, la mayoría de los Códigos Penales europeos cuentan con esta pena en la actualidad, y es precisamente en su espejo donde el Partido Popular se ha mirado para proponer su restauración en la legislación española.

Esto no le va a costar gran esfuerzo, pues, desde el comienzo del presente siglo, la tendencia legislativa viene siendo hacia una mayor severidad en los castigos. Para crear tendencias hace falta una acción mediática importante, unos hechos sensibles utilizados a modo de acicate, una ciudadanía predispuesta y un partido político que incorpore a su programa el descontento con la situación vigente. Tal fue lo que sucedió con motivo de la reforma de 2003 para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, donde se elevó la duración máxima de la prisión hasta los 40 años y se restringió la aplicación de los beneficios penitenciarios. Con la cadena perpetua, el fenómeno ha sido similar: unos grupos mediáticos alentadores del endurecimiento, unos casos sobrecogedores (el de Marta del Castillo; el de la niña de Huelva Mari Luz), un importante contingente ciudadano sensibilizado en la represión y un partido político dispuesto a convertir en ley este nuevo estado de opinión.

Ante tal corriente sociológica es muy difícil esgrimir razones opuestas. Por ejemplo, una tan básica como la que refleja el Anuario Estadístico del Ministerio del Interior (datos conjuntos de la Policía y de la Guardia Civil), según la cual el número de homicidios y asesinatos viene presentando en los últimos años una línea descendente. En 2010 la tasa de estos delitos fue de 2,24 por 100.000 habitantes, la más baja del presente siglo y una de las más bajas de Europa. Pero las tendencias son más fuertes que los números.

Para valorar el cambio que la introducción de la cadena perpetua va a suponer con respecto a la situación actual, es oportuno diferenciar entre su función simbólica y su aplicación real.

Desde el punto de vista simbólico, la pena a perpetuidad supone un refuerzo al poder del Estado. La violencia estatal amplía sus límites de admisibilidad. El poder es más poder si crea incertidumbre. Y este efecto es consustancial a la cadena perpetua revisable. El condenado sabe cuándo entra en la cárcel, pero no cuándo va a salir. La pena queda indeterminada y condicionada a una decisión ulterior del tribunal sentenciador respecto a la peligrosidad futura del condenado.

Sin embargo, en términos de duración efectiva de la pena, no creo que su incorporación a la legislación española vaya a cambiar mucho la situación presente. En tal diagnóstico me baso a partir de la práctica de la cadena perpetua en Alemania, el país que, desde que Jiménez de Asúa introdujera la dogmática jurídica, viene siendo santo y seña del Derecho español.

Distintos estudios han mostrado que en Alemania la pena perpetua presenta un promedio de duración efectiva en torno a los 17 años para el asesinato, suspendiéndose el resto del cumplimiento por cinco años bajo condición y vigilancia. Pues bien, esta duración media está comprendida ya en los límites legales actuales del asesinato en España (de 15 a 20 años). Y en los casos que podríamos llamar de asesinato cualificado, por concurrir dos circunstancias de agravación (la alevosía y el ensañamiento, por ejemplo), la duración media de la pena perpetua en supuestos afines en Alemania ronda los 23 años. Pues bien, asimismo esta duración se halla captada en el marco penológico previsto en la legislación española (de 20 a 25 años). Aún podríamos añadir que el asesinato múltiple se castiga hoy más gravemente en España (hasta 30 o 40 años, según el tipo de asesinato) que en Alemania, donde en pocos casos excede de los 25 años de duración.

Una última reflexión: si con la legislación vigente se puede conseguir, sin un incremento simbólico de la violencia estatal, un efecto práctico similar al de aquellos países con cadena perpetua, ¿por qué no mantener lo que ya se tiene?

Por el poder inexorable de las tendencias.

* Profesor titular de Derecho Penal de la Universidad de Córdoba