Cuando Fukuyama hablaba del fin de la historia los móviles eran zapatófonos. Su discurso se basaba en la cementación de las grandes matrices revolucionarias, una vez que los soviets se acercaban a un marginal en el libro de los siglos, y China desplegaba velas hacia el capitalismo. Los años noventa se convirtieron en una segunda Belle Époque y lo que vino después fue el espongiario rebrote de un fanatismo islámico anclado en el tiempo de los cruzados. A Fukuyama se le escapó el torbellino de acontecimientos de estos albores del milenio. O quizá contempló la aceleración vertiginosa de los remolinos, siempre previos a la succión del silencio.

Sin embargo, pese a tanta inflación de efemérides, lo del pasado viernes sí pasa por tildarse como acontecimiento histórico. El desgarro catalán era mayor porque la formación de España como nación coincide con la aventura americana. Y mientras los comerciantes catalanes porfiaron durante siglos por comerciar en los virreinatos, se celebraban centenarios de ese Quijote que llegó a las playas de Barcelona. Los separatistas reniegan de Fukuyama, pero para marcar un tiempo cero evidentemente no han estado a la altura de las circunstancias. Tanto afanarse por un discurso propio en el largo camino hacia la emancipación, y al final han escogido en su escenificación el españolísimo esperpento. Es difícil sustraerse a imaginar al reverso de Sazatornil, incrustado en esos sanedrines que hasta el último momento han bailado la deriva, o la conga, del procés. Y hasta me jugaría una pinta de cerveza --recurso de los guiris apostadores-- a que en sus adentros inconfesables el octogenario Arzallus ha españoleado. Y no por darle la razón al leviatán madrileño, sino para sostener el rocoso embate del Cantábrico --ese que se muñe en el privilegio del Concierto que más parece un cardenalicio Concordato-- frente a las amaneradas aspiraciones de esos chicos del Mediterráneo; el corredor levantino para semejarse más a Boabdil que al cura Morelos.

En estas horas gravísimas, no todo está perdido. Es cierto que ciertas corresponsalías quisieran aprovechar la fiebre catalana para emular a John Reed, y que, más que contra los elementos, luchamos contra el sabor a ajo, el falaz tufo franquista y otros topicazos varados en leyendas negras. Pero jugamos con el poderoso talismán del Estado de Derecho, una herramienta que frente a otros cainismos y enésimos desastres nos ha permitido el respaldo prácticamente unánime de la comunidad internacional. Todo lo contrario de los que han jugado con fuego y se han meado en la cama. Es tiempo de equilibrar los complejos, bajando esa superioridad de algunos independentistas que solo arrojan desprecio hacia la heterogeneidad. Y desmintiendo una inferioridad que durante tantos años ha soportado el calostro de las banderías, como si reivindicar la españolidad equivaliese a contraer la viruela. Habrá subido el colectivo secesionista, pero hace apenas unos meses era impensable contemplar esta riada rojigualda por las calles barcelonesas. Por ahora ha ganado la razón frente a una utopía untada con el curare del resentimiento. Y a ese enjambre se ha tirado ese sector de la izquierda estalinista e insolidaria, ávida de sus propios intereses, aunque ello conllevase cuartear el bien común. No habrá que esperar al Juicio Final para que paguen sus torpísimas decisiones. Pero, con o sin exilios nada goyescos, ahora toca lidiar con la titánica gestión de la normalidad.

* Abogado