Mucho antes de que en Atapuerca rumiásemos el sentido de nuestra especie, los humanos estamos indisociablemente unidos a la dicotomía del ser y el parecer. Es el gesto o la apariencia la que dicta la presencia, o cuanto menos el ánimo. Este binomio nos ha marcado tanto a nivel individual como colectivo. Y las naciones han sido el sumidero que galvaniza lo identitario, la catarsis tribal; los prejuicios, las expiaciones y los alivios. Claro que por muchas derivaciones acomodaticias que surjan como empellón, siempre estará presente el factor humano.

Ahí tienen el caso del señor Macron, dispuesto a ventear los tópicos del país vecino. Francia ha exportado la grandeza, muchas veces con un empalago que merece la oficialización de un galicismo --chauvinista--. Pero ahí están las señas de identidad de los galos. Macron sabe que, en un mundo donde los emoticonos fagocitan a los párrafos, los gestos pueden ganar por goleada a los discursos. Por ello encoló su mano al estrechar la del Presidente Trump para exorcizar cualquier amago de bisoñez. Y a Putin, el más ladino y ensoberbecido de los actuales mandatarios, le ofrece taza y media al montar la rueda de prensa de la reunión bilateral en la Sala de las Batallas del Palacio de Versalles. Acaso cohibido por la magnitud del escenario, Putin aparcó la retranca de su afilada cosecha, y omitió cualquier referencia al apócrifo lienzo del río Berezina, donde las tropas de Napoleón no salieron precisamente muy bien paradas. Pero Macron es valiente y enmienda al dirigente norteamericano que peligrosamente frivoliza con el cambio climático: Se permite la arrogancia de plagiar al alza al yanqui encomendándose a no hacer a un país, sino al planeta, mejor.

El factor humano. Rajoy versiona la vertiente cuca y discreta de la gobernanza, donde pasar desapercibido y alejarse de alharacas se entiende como un signo de supervivencia, más en un tiempo en el que los espejos reflejan convulsiones y una impía violencia. Lo peligroso es que se hacen porosas las diversas acepciones de la discreción: discreto tanto vale para virtuoso cuanto para mediocre. Conozco empresas y empresarios abonados a la estética de la cutrez, ese perfil más que bajo, soterrado, que periscopia la superficie sin más propósitos que ramplonear los éxitos porque significarse es exponerse. Rajoy abandera este triunfo cuco e ilumina esa progresión de ameba que se presta a ser campeones mundiales en el gallito inglés. Por suerte, ahí está el Real Madrid para impartir plena indulgencia a los que se atragantan con la continencia. Nunca será el Madrid el exvoto de la humildad, pero bendice a los que le ofrendan sus pequeñeces, y anima a virar otros destinos. El blanco es un plante ante la España de Trento, la ungida vocación de creer en sí mismo ante tanta leche de leyendas negras. La confianza no es pecado, o desde luego es más venial que la falsa modestia, y sin la misma nos habríamos amodorrado en esta puñetera crisis. No vendría mal a este país la ósmosis de los conjuros del Bernabeú, y que esta exultación laminase toda esa pátina de complejos que aún nos relegan en industria, ciencia o investigación. Creerse es exponerse, pero los héroes de la Duodécima, con o sin casticismo de por medio, tendrían derecho a replicar: «¿Y qué?».

* Abogado