Es difícil imaginar a un neandertal con insomnio. Suponemos que los primeros homínidos, al final de su ajetreado día de monos inteligentes, caían agotados en su cueva como una compañera periodista, que cuando sus hijos eran pequeños me decía: «Yo no duermo, yo pierdo el conocimiento según caigo en la cama». Ahora, esta profesional, carente ya del sano desgaste físico de la crianza, duerme con ayuda de píldoras y tisanas. Otras, con síntomas más esporádicos, preferimos escuchar podcast de historia, si es que la lectura nocturna no es suficiente. En la web comodormirbien.org afirman que el insomnio es una enfermedad nacida con la electricidad. Es decir, desde que podemos vivir sin tener en cuenta la luz del sol, nuestro cuerpo se rebela contra el desorden y nos trae el problema de no poder conciliar el sueño, con el subsiguiente agotamiento, ingesta excesiva de alimentos y malos humores. Que ya es una enfermedad lo dicen las unidades del sueño de muchos hospitales, que bregan con la apnea y otros trastornos graves, pero también con problemas psicológicos que acechan tras tanta inestabilidad. La semana pasada, el hospital Infanta Margarita de Cabra organizó un foro para que los pacientes que siguen terapias del sueño analizaran sus «temores, retos y expectativas». Seguro que fue estupendo para los participantes, ya que, cuanto más avanza la Humanidad, más se complican nuestras vidas. Y, según un estudio de Conforama, las mujeres son en España las que peor lo llevan: más de la mitad dice que no descansa bien. Dejando aparte que la firma autora del estudio lo que quiere es que compremos un colchón nuevo, el asunto es para prestarle atención. Seremos monos avanzados, pero estamos hechos leña.