Tener una bicicleta para los niños de mi generación era uno de esos deseos permanentes que algunos alcanzamos. Ser poseedor de una de ellas era casi tan importante como serlo de un balón. La considerábamos un instrumento para el juego, pero no olvidemos que antes había sido una herramienta útil para el desplazamiento de los trabajadores, y muy pronto su uso se convirtió en práctica deportiva. Hoy, ser usuario de una bicicleta en la gran ciudad tiene una dimensión ética y ecologista, siempre y cuando no sea utilizada como vehículo agresivo para los peatones en las aceras, como denunciaba hace unos días Manolo Fernández en estas páginas. Un día, cuando caminaba por una acera, me encontré de frente con un ciclista, me detuve delante de él porque no cabíamos los dos, y le pedí que bajara al asfalto, me contestó que yo no me podía imaginar lo peligroso que era ir en bicicleta por la calle debido a los coches. Mi respuesta fue que yo la utilizaba cada día y desde luego no se me ocurría ir montado al circular por la acera. Pero más allá de que existan esos abusos, pienso que la mayoría de los que se desplazan en bicicleta cumplen con las normas y procuran no perjudicar a los peatones.

A pesar del título de la obra de teatro de Fernán Gómez (luego llevada al cine), las bicicletas no solo son para el verano, si bien es cierto que en edades infantiles es la época del año en la que más se disfruta, en especial cuando hace tiempo los pueblos no estaban inundados de coches. Era un verdadero placer recorrer de noche las calles, para mí se convirtió en una forma de ver tu pueblo de otra manera, de llegar a lugares a los que normalmente no ibas y así aprendías a conocer el lugar en el que vivías. Hoy priman entre los jóvenes los deseos de hacer ruido, aunque sea de noche, no el de disfrutar de un tranquilo paseo con el frescor de las calles recién regadas, y aquellos que quieran hacerlo se encontrarán con el obstáculo de coches, motos, furgonetas y camiones que circulan por un entramado urbano que no nació, ni está preparado, para contener tal cantidad de vehículos a motor. Hace unos meses leí un libro interesante acerca de las ventajas del ciclismo, bien sea en su modalidad urbana o bien en la de competición. Se titula Einstein y el arte de montar en bicicleta, de Ben Irvine, quien recoge una frase del científico en la que afirma que la teoría de la relatividad se le ocurrió mientras montaba en bicicleta, y su conclusión final es: «Sobre la bicicleta descubrimos lo que Einstein sabía desde el principio: que todo lo que nos depara la vida está bien».

Y cuando llega el mes de julio mi interés por la bicicleta se traslada a la competición más importante del mundo ciclista: el Tour de Francia. En las retransmisiones por televisión siempre me llama la atención de qué modo se vuelcan los franceses con su carrera, cómo hasta en los pueblos más pequeños se prepara algo que alude a la competición que va a atravesar por sus calles, lo viven con entusiasmo, y logran transmitirlo a los espectadores. Por otro lado está la competición, con etapas que resulta difícil ver en otras vueltas, si bien las hay muy espectaculares en el Giro de Italia. Quizás lo que se ha perdido con los años es la emoción, porque todos los corredores están muy contenidos, lo más importante es tener un equipo capaz de controlar al resto, y ahí está de nuevo Froome, con su estilo tan peculiar. No hay improvisación, aunque como hemos visto en las primeras etapas, el riesgo siempre está presente, de ahí las pérdidas de algunos nombres significativos y llamados a tener una presencia importante, debido a las caídas. En cualquier caso, cada tarde me siento ensimismado ante el televisor para ver los últimos kilómetros de la etapa, casi me lo tomo más como un compromiso que como una costumbre.

* Historiador