En la noche del 1 al 2 de diciembre de 1998 un incendio arrasó la biblioteca municipal de Peñarroya. A unos amigos y a mí nos avisaron del desastre y poco después, como en un espejismo al que uno llega sin saber cómo, estábamos ayudando en la extinción. No sé cómo se sentirían los habitantes de Alejandría cuando el famoso incendio de su biblioteca, pero nuestra consternación fue enorme: el noventa por ciento de nuestros fondos municipales desapareció en poco tiempo. Años atrás, cuando yo contaba once, comencé a visitar aquella biblioteca que entonces no se encontraba en el lugar que fue calcinado sino en las aulas oscuras y húmedas del viejo instituto. Entre aquel desorden cubierto más de provisionalidad que de polvo, se hacinaban miles de volúmenes cuya lujosa encuadernación en tela recordaban el esplendor de una localidad con el título de ciudad que fue faro cultural de la provincia durante varias décadas. Allí descubrí la aventura, la soledad frente a la fascinación de la historia, las cosquillas en el cerebro que causa la satisfacción de la curiosidad. Más tarde, cuando los fondos bibliográficos fueron trasladados, en los años setenta u ochenta, al antiguo centro social de la sociedad minera francesa, un precioso edificio con aires coloniales pero absolutamente inadecuado para ese fin, la cosa no mejoró: las ratas y una instalación eléctrica obsoleta y peligrosa acabaron con aquella memoria de sabiduría y grandeza. En esta semana de ferias y homenajes al libro, aparte de leer más, es bueno que evoquemos nuestra particular historia como lectores. Y las bibliotecas de nuestra vida.