A l tiempo que finalizaba el último libro de David Foenkinos La biblioteca de los libros rechazados leía hace unos días el artículo de mi querido amigo y compañero Paco Solano Libros de Arte en la basura. Paco y yo, aparte de años de amistad y profesión, participamos de inquietudes culturales comunes y entre esas aficiones están los libros, que no solo apreciamos en su materialidad, sino que, además, solemos tener la mala costumbre de leer.

No es extraño pues que también compartamos anécdotas --y lamentos-- parecidos. Personalmente recuerdo cómo en cierta ocasión hallé en el mercado de San Antonio en Barcelona varios libros procedentes de la biblioteca de un viejo amigo, ya fallecido, identificables no solo por su costumbre de firmarlos con la fecha de adquisición, sino por estar algunos, incluso, dedicados por sus autores. Uno siente una extraña sensación ante experiencias de este tipo y se plantea las mismas reflexiones que mi compañero Paco Solano.

En casos como el que relato cabe suponer, al menos, que el libro acabará siendo acogido por alguien con renovado afecto. Ese que inicia siempre toda lectura. Y que quizá el volumen encuentre también el calor de una nueva biblioteca. No deja de resultar sin embargo curioso que los dos mejores amigos del hombre, los libros y los perros, compartan idénticos problemas en materia de abandono y de cariño. Pero hay destinos peores.

No hay más que llegarse por la pequeña pero excelente exposición que se ofrece estos días en la Casa de Sefarad para sentir un escalofrío mayor. Se trata de todo un testimonio de Biblioclastia --destrucción de libros-- como reza su título. Un recorrido que, en sucesivos paneles, nos habla de intolerancia, quema, aniquilamiento y pérdida de los más diversos textos en toda clase de épocas y lugares del mundo. Todo bajo un leit motiv inquietante: Se empieza quemando los libros y se termina quemando a las personas. La frase es de Heinrich Heine.

Desgraciadamente ni nuestro país ni Córdoba se encuentran ausentes de la muestra. Pero también hay historias que nos hablan de quienes luchan contra ese particular lado oscuro de la fuerza que se ceba periódicamente en los libros . Así, por tan solo poner un ejemplo, la de la Haggadah del Museo de Sarajevo, una compilación de narraciones bíblicas, primorosamente ilustrada, sacada de España por los sefardíes en el siglo XV, que ha logrado llegar hasta hoy a través de una serie de peripecias dignas de la mejor película de aventuras de Indiana Jones (nazis incluidos).

Hay biblioclastias mayores y menores. El gran Umberto Eco (como recoge la exposición) las clasificaba en tres. Que, resumiendo, son las que nacen del abandono y la incuria, las que tienen su origen en la rapiña y búsqueda de beneficios y --las peores-- las que tienen su origen en el fanatismo ( y que suelen ser, añade, el anticipo de un horror mayor). De las últimas líbrenos el Señor, si es que se ocupa de esas cosas (no deja de ser paradójico que en muchas ocasiones las hayan protagonizado religiones «del Libro»). Pero a las otras quizá deberíamos prestarles más atención, a la hora de evitarlas, los miembros de esa invisible legión que vela por el «bienestar» de los libros. Y en la que militamos, a veces demasiado silenciosamente, muchas personas e instituciones.

De aquí que, al hilo de lo narrado, la ocasión pueda ser propicia, no solo para reivindicar un adecuado trato para nuestros amigos de papel sino también para recordar y difundir algunas de las iniciativas que ya existen para ello. Por ejemplo --por tan solo citar una y sin demérito de otras-- la que lleva a cabo la Biblioteca de la Universidad de Córdoba a través de su programa Bibliotecas Cordobesas, uno de cuyos objetivos es precisamente acoger las donaciones de quienes, ante la falta de otras alternativas, no deseen para sus libros tristes destinos. La generalización de los formatos digitales, el hecho de que muchos hijos no sigan la misma trayectoria profesional que sus padres, el del escaso espacio que ofrecen las actuales viviendas o la simple desafección por la lectura son factores que los propician.

Este tipo de propuestas, además de preservar un patrimonio bibliográfico, permiten --independientemente de su mayor o menor valor-- que en el futuro pueda saberse cómo eran las bibliotecas particulares o profesionales de una época, combaten las biblioclastias y, lo que es más importante, transmiten a su titular dos satisfacciones. La de dejar sus libros en buenas manos y la de que otros puedan disfrutar de sus contenidos. Practiquémoslas pues. Son una buena opción antes de que, como dice Paco Solano, abandonemos este valle de lágrimas. Eso sí, esto último que sea tarde porque aún tenemos mucho que leer.

* Periodista