Barcelona es una construcción literaria de un gótico pop en las novelas de Eduardo Mendoza, con unos claroscuros que aparecen como una fusión de identidades, una especie de calma sobre el tiempo que nos devuelve el rostro de los personajes tras una lectura convertida en paseo. Las ciudades son novelas que pueden recorrerse con un aire de época, en el brillo despierto sobre las balconadas que incitan a soñar historias mínimas, con su lenta molicie sobre el abatimiento en los visillos, que se van extendiendo, como una red de vida, con sus protagonistas. Barcelona se puede recorrer y habitar como una gran novela en movimiento que han ido escribiendo a varias manos, especialmente entre Eduardo Mendoza y Juan Marsé, con sus mundos contrarios, y también familiares, porque han sido los padres protectores de una realidad narrativa que había que colonizar, dotándola de nervio y tensión puras, levantando desde sus adoquines unos escenarios que después saltarán a la retina, revelando el secreto. Dentro de esa edificación colectiva de Barcelona como ciudad literaria, cada uno puede ir añadiendo los autores que prefiera, según su gusto, su propio relato de lecturas y vida, como si queremos sumar un instante de plenitud poética y escogemos cualquier poema, en catalán o en español, de Pere Gimferrer, que ahora acaba de publicar No en mis días, en su regreso cíclico al castellano, esas noches del Ritz. Al fondo, imagino la lenta erudición de Martín de Riquer; pero siguen sonando unos nombres suaves, con un cierto estilo Scott Fitzgerald, como Gabriel Ferrater, el más hermoso y maldito, o también más sesudo en el estudio de la literatura como una cripta embrujada que nos regala el oro del silencio, si pensamos en José María Valverde. Nombres, nombres: Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Joan Vinyoli, Josep Maria Castellet: los escenarios de la memoria y la escuela de Barcelona, una noche en Bocaccio, esos dry martini helados en Boadas, y antes en Sandor, cuando aún era el Sandor, y Jaime Gil de Biedma se encontró con Joan Manuel Serrat, que quería convertir en canciones sus bellos poemas sobre la desolación.

Barcelona es el jovencísimo, y ya herido por el cine y la fascinación egipcia, Terenci Moix, con su hermana Ana María, entrando en La Bodegueta con Pedro Gimferrer, que acaba de ganar el premio nacional por Arde el mar, fotografiado por el gran Néstor Almendros. Barcelona es Manuel Vázquez Montalbán y comer los callos de La Campana, en la calle Calvet, antes de acabar en el Velódromo jugando al billar y encadenando gin-tonics de ginebra Giró, la que bebía Ferrater y la que hay que beber en Barcelona. Barcelona es, incluso, una novela escrita por Víctor Mora, el creador de El Capitán Trueno, que se titula Los plátanos de Barcelona, y Barcelona es también el misterio sonoro, neblinoso y cambiante, de ese Cementerio de los Libros Olvidados que soñó Carlos Ruiz Zafón. Barcelona es Francisco Casavella, Ignacio Martínez de Pisón y esas carreteras secundarias hasta Sitges, con un local, el Blauet, que tiene una colección de cocteleras que incluye la del maestro coctelero de Al Capone.

Nada de esto tiene que ver, hablando en serio, con la literatura de Eduardo Mendoza, al que acaban de dar el Premio Cervantes recordando, especialmente, sus dos novelas más barcelonesas: La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios. Pero la seriedad no es algo que sea muy de Mendoza, ni tampoco del propio Cervantes, que han sido dos maestros del humor con la hondura cavada al desencanto. Juan Marsé no sólo es un territorio: es también un tiempo y una edad, el Guinardó, la tierna carne fresca, historias del ‘Pijoaparte’ y Un día volveré. Eduardo Mendoza, sin embargo, aunque sus novelas, lógicamente, también se adscriban a un tiempo cronológico, es un escritor de geografías, es un escritor muy de Barcelona, monamour.

Añadimos capítulos, volvemos a la calle de los Enamorados, porque se llama así, y es más de Marsé que de Mendoza, como el vermú. Hay una manera distinta de narrar cuando el espacio que narras es esta ciudad, resplandeciente de arboleda y gótico, las noches del Raval y las últimas copas del Marsella, como canto del cisne de una época. Si has leído a Mendoza, especialmente esas dos novelas, pasear por Barcelona es redescubrirla, es volver a leerlas con su paginación de palacetes y torreones envueltos en la bruma nocturna, como en La ciudad de los prodigios. Al escribir Barcelona, la han vuelto una novela interminable.

* Escritor