La guerra de Siria había puesto el listón de las atrocidades bélicas muy alto. Nunca antes centros civiles como escuelas u hospitales habían sido objetivo prioritario con la finalidad de expulsar a sus habitantes mediante el terror. Ahora la barbarie ha subido un repugnante grado con el bombardeo con armas químicas en la zona rebelde siria. No es la primera vez que el régimen de Asad utiliza gases tóxicos, pero el ataque sobre la población de Jan Sheijun indica que en esta ocasión se ha usado un agente altamente mortífero que, en el mejor de los casos, deja gravísimas secuelas. Las imágenes estremecedoras de los afectados demuestran el horripilante efecto de estas armas cuyo uso por primera vez hace un siglo en la primera guerra mundial con efectos devastadores parecía haber encontrado allí sus límites morales.

El gobierno de Asad niega haber sido el causante del ataque. Por su parte Rusia, su valedor y gran apoyo militar y diplomático, reconoce que el Ejército sirio bombardeó la zona, pero culpa a los rebeldes del daño causado. Ya en el pasado Moscú había utilizado su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para evitar un castigo al régimen de Damasco por su uso de gases. Ahora, en la era de la posverdad, o sea, de la mentira, ha inventado una para proteger a su aliado. El ataque plantea la pregunta de por qué ahora, cuando Asad ha prácticamente ganado la guerra y el resto del mundo, incapaz de detenerla, lo asume como mal menor. Y ahora, en este conflicto que ha generado cinco millones de refugiados y miles de muertos, se alza la vergonzante voz de Donald Trump para acusar a su antecesor, Barack Obama, de ser, por omisión, responsable del ataque. Es una actitud impropia, incluso aunque así se quiera preparar el terreno ante la opinión pública para una represalia directa de EEUU contra Siria si Rusia sigue bloqueando una respuesta conjunta de la ONU. En todo caso, la brecha entre Occidente y la Rusia de Putin se acentúa con este nuevo capítulo del drama sirio.