No me gusta Carles Puigdemont, por lo que ha hecho y lo que representa. Por enfrentar a Cataluña consigo misma, por haber disparado la cizaña en las familias como un petardeo con ardor de estómago, por gobernar solo para una mitad de su población y secuestrar la actualidad en su afán delirante y fascistón de convencer de su error --o convertir a su causa-- a la mitad catalana que pretende la españolada de seguir siendo española. Por haber convertido su patetismo agónico en el eje arrastrado de nuestros amaneceres radiofónicos, por seriar falsedades sobre España en Bruselas, ante las patatas fritas que se comen allí con sorprendente pasión. Nadie se lo toma en serio, pero hace la puñeta con su excentricidad histórica a los que intentamos mantener nuestra costumbre aparentemente fácil y terrible de vivir. Pero por poco que me guste Puigdemont, menos me gusta el fulano faltón que le asaltó en el aeropuerto de Copenhague con nuestra bandera, como queriendo hacérsela tragar. Este matón aficionado, un tal Víctor Moreno, ha colgado el vídeo en YouTube. Las redes siempre ofrecen cobertura a los iluminados. El tipo se acerca a Puigdemont, que almuerza con tres acompañantes. El tema no es sus sandeces encabritadas de barra de bar, ni siquiera que le proponga -casi se la mete por los ojos- besar la bandera de España. El asunto es el tono. La agresividad. Su violencia física latente. Si se lo hicieran a Rivera con la estelada sería igualmente repugnante, como cuando aparecieron pintadas en el comercio de sus padres. Presumir de bandera no te carga de razón. El procés ha tenido varios momentos denunciables y ahí está el 155. Pero la actitud de este fulano nada suma frente el timo independentista, contra el que sobran argumentos morales y jurídicos. Los dos actores del triste vídeo protagonizan dos cobardías distintas. Nadie tiene derecho a invadir con intimidación la esfera corporal de alguien, igual que Puigdemont no debería haber besado la bandera.

* Escritor