Todavía flamean destellos del Día del Libro. Es por ello que no haya prescrito aún la reflexión que en estos días me llevaba a escribir el siguiente mini relato: Un hombre, que de toda la vida se había dedicado a limpiar máquinas de escribir, decidió hacerse escritor. Así, escribió y se público su libro. Después, con él bajo el brazo, repetía ¡Soy escritor; soy escritor! Un día tropezó con un antiguo cliente. Este, al verlo le preguntó: ¿qué? ¿cómo va el asunto de las máquinas? Lo dejé, ¿sabes? Fueron demasiados años poniendo a punto los libros de los demás. Ahora trabajo para mí. Y poniéndole su obra en la mano, dijo: toma, lee y presume de amigo escritor. El hombre, sabio y prudente, hojeó el libro y exclamó: ¡vaya!, compruebo con desagrado el que tú, experto en limpiar máquinas, has descuidado la tuya. Esta lectura es ilegible. En estos tiempos parece que el ser escritor es algo así como el pasaporte imprescindible para lograr la inmortalidad y si bien es verdad que todos tenemos derecho a desearla y buscarla, no lo es menos que los caminos son tantos como seres humanos habitamos el planeta. ¡Qué absurdo sería decidir ser un Picasso, un Mozart, etc.! La vocación de escritor para mí, es ante todo, una especie de brote creativo que surge a partir tal vez de una simple observación o acontecimiento pero que, día a día, impulsa al escritor a derrochar tiempo, silencios, renuncias para fecundar, mejorar, pulir y hacer crecer la criatura maravillosa que se va gestando, como si una gran fuerza interior empujara y se impusiera, sin tregua posible, hasta adquirir la madurez suficiente para tomar las riendas de sus posibles derroteros. El título de escritor, pintor, etc., es lo que menos importa porque la auténtica aventura de escribir, en este caso, no tiene como fin primordial la fama, cosa por cierto bastante circunstancial, sino ser cómplices privilegiados del gran milagro creador.

* Maestra y escritora