Supongo --pero no tengo pruebas-- que muchos de estos dirigentes independentistas que nos sobresaltan a veces en los telediarios sueñan con un futuro venturoso en el que una calle o una plaza llevarán su nombre. Imagino que todo político, sea o no independentista, alimenta un sueño parecido. Pero en el caso de quienes se revisten de tal condición redentora, esta humana flaqueza debe de adquirir --es una hipótesis-- dimensiones colosales. No sabemos si dentro de unas décadas existirá en Barcelona o en Figueras una plaza Puigdemont, pero si alguna vez la hay pueden estar seguros de que Carles Puigdemont se habrá paseado en sueños por ella mucho antes de que a alguien se le ocurra encargar la placa. La vanidad de quienes pretenden forjar naciones se ceba con los callejeros.

¡Hemos visto tantas películas en las que héroes cuyos retratos cuelgan hoy de despachos oficiales (o soportan en bronce las lluvias) dejaron lo mejor de sí mismos en la lucha por liberar sus terruños de manos tiránicas! Pensamos en George Washington y su peluca empolvada, o en Garibaldi con el gallardo sable en la mano, o en el terrible William Wallace (tan parecido a Mel Gibson), descabezando ingleses entre los brezos. Si la moneda cae del lado de la independencia, la gloria de estos titanes está más que asegurada. En caso contrario, el olvido puede llegar a arrinconarlos en el hábitat minúsculo y algo claustrofóbico de una simple nota a pie de página.

El inconveniente de una situación como esta en la que las fronteras del presente y del futuro se embarullan, en la que resulta imposible distinguir el deseo de la realidad, es que --como nos sucede en la duermevela-- llegue uno a confundirse hasta el punto de no saber ya dónde se encuentra: si enredado en la malla algodonosa de un sueño o pronunciando una conferencia en Granollers. Solo desde este estado de ofuscación mental puedo explicarme lo sucedido con las declaraciones del ex juez Santiago Vidal. Es como si este señor viviera ya en una Cataluña independiente y contara a sus amigotes las triquiñuelas que hubieron de urdir para conducir el procés «de la ley a la ley pasando por la ley» (por usar, con un guiño, la astuta expresión del siempre comedido Torcuato Fernández Miranda).

Lo malo de deambular por una avenida imaginaria a la que a uno ha puesto ya su nombre es que alguien te despierte de golpe y te arroje a la calleja gris del presente: sin peluca empolvada, sin sable, sin un solo español al que cortar la cabeza. Todo ridículo, y además sin escaño.

* Escritor