Meses de acoso de la empresa Desokupa acabaron con Joly Aktar tirada en el suelo, sangrando, y su hija de un año sin haber comido durante siete horas. Este es el trágico panorama que encontró Salah Salahuddin al llegar del trabajo a su hogar. Según su denuncia, la agresividad de la última visita de esta empresa dedicada al desalojo de casas okupadas provocó el aborto de su mujer. Su relato está lleno de indefensiones. La primera, el presunto timo que le llevó a firmar un contrato falso por el piso en litigio. Nos equivocamos si creemos que los nombres y el acento extranjero de los protagonistas de esta noticia nos separan de la indefensión. La de esta familia es la de todos. Enfrentados a un mercado inmobiliario que impone su avaricia y nos hace cada día más esclavos de lo que se supone que es nuestro derecho. La vivienda se ha convertido en la trampa perfecta de un sistema que cada día nos quiere más callados y dóciles.

El nivel de precariedad marca la posibilidad de hipotecarse de por vida o la sumisión a un alquiler inclemente. Ampliar el parque de vivienda pública e impulsar nuevos modelos de vivienda ajustados a las necesidades de diferentes colectivos parece tan urgente como frenar la voracidad de un mercado que, hace muy poco, nos condujo a una burbuja que nos explotó en la cara. La capacidad para olvidarnos de aquel «Rescatemos personas» también nos interpela. El dolor de tantos debería servir para algo.

* Periodista