Cada vez que alguien habla de emprendimiento me acuerdo de mi primo el de enmedio, el que no triunfó como Los Chichos porque se hizo autónomo. Y es que conjugar en primera persona el verbo emprender pasa inevitablemente por ser "empleado por cuenta propia", un concepto carente de glamour que define a los trabajadores para quienes, al menos en este país, todo son obligaciones a cambio de muy pocos derechos. Si quieren comprobarlo, díganle al autónomo que tengan más cerca que les cuente sus penas. La primera vez que mi primo montó un negocio pidió una subvención para emprendedores que, paradojas de la vida, le ingresaron un día antes de echar la persiana y dos años después de haberla subido. Como el negocio se fue a pique, entre otras cosas por falta de crédito, tuvo que devolver la ayuda convirtiendo su inversión en deuda. Lejos de amilanarse y a pesar de que Hacienda siempre los dejará para el final a la hora de devolver el IRPF, siguió emprendiendo, apostando a ganar aunque las cartas auguraran pérdidas. Como el día que se cayó y, después de años pagando, le dieron la baja a regañadientes y 500 euros al mes de los que tuvo que descontar los 300 del recibo. Aquello fue antes de la crisis. Esa que, una vez posicionado en su sector, acabaría desplumándolo tras un cerro de facturas por trabajos finalizados que nunca cobró y que le impidieron afrontar sus pagos. El banco acabó por quitarle su casa. Ahora, parado y sin subsidio de desempleo (pocos autónomos tienen derecho a ello) lo tiene claro. ¿Autónomo yo? No, gracias.