Llora el siglo su aullido de plañidera griega como el chiflido de un tren desbocado. Se nos llena el paisaje de muertos vomitados por el medio de locomoción más simpático de todos, el tren, el que empapaba las poesías infantiles y de Campoamor, el caballo de hierro de los vencidos en las estepas norteamericanas. Llora el siglo con su aullido de tren moribundo que ha cambiado en los vagones las gallinas y los alegres paisanos de tercera de antaño partiendo y compartiendo chorizo y queso a navaja, por muertos franceses, chinos, gallegos, suizos y chilenos con cartera ejecutiva o mochila. Parece que el tren se ha vuelto loco como las ballenas que vienen a suicidarse en la costa. El tren anda como queriendo matarse llevándose a todos por delante ya que muchos quieren acabar con él, porque aunque siempre se dice que el tren es el medio del futuro y el progreso, a la mínima lo desvencijan y desmantelan como si él tuviera la culpa de algo. Como desmontaron los trenes de mi infancia, un día abrieron la tierra de Peñarroya y el Guadiato y vi cómo desenterraban sus venas paralelas de hierro hasta que el tren fue un recuerdo y una nostalgia. Ahora la gente aúlla en Los Pedroches por un tren que ya no aúlla al entrar en los túneles como los de antes, su paso es un sigilo de aire o de muerte, pero la suerte está echada en un país que construye aeropuertos sin aeroplanos y estaciones para que rueden empujadas por el viento y el polvo las barrillas, salsolas y chamizos como en un poema de Whitman. Mis trenes de la infancia eran automotores en Cámaras Altas, locomotoras y pasajeros que sí llegaban vivos. Y sonriendo.